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Es una frase hecha, pero a María le salió del alma, cuando en la cola del hambre se encontró con Andrea, una amiga de la infancia cuyos padres nadaban en la abundancia. Se saludaron con cariño, pero se dio cuenta de que frente a ella , su amiga se sentía avergonzada e incómoda. La dejó pasar, porque ella no tenía nada que hacer; los días, desde que estaba en el paro, eran como chicle que se estiraban y se le hacían eternos, si no fuera por la portería. María le comentó, para romper el hielo, que sus padres se habían matado en un accidente y que la pensión de orfandad era una miseria, pero que había conseguido una portería en el barrio de Salamanca y con eso iba tirando, porque tenía que alimentar a cuatro hermanos y no se había casado porque, a consecuencia de aquel accidente, había perdido un ojo y se había quemado media cara, que llevaba tapada por una melena castaña. La cola avanzaba despacio y el sol calentaba que daba gusto. Andrea la escuchaba en silencio, con la cabeza baja. María no quiso preguntar; se veía que Andrea lo estaba pasando mal, pero que estaba procesando todo lo que le había ocurrido a ella, que no era precisamente un camino de rosas. De pronto se echó a llorar y se rompió; su fragilidad la conmovió profundamente. María la rodeó con sus brazos. Con voz entrecortada, Andrea le contó que su padre se había arruinado a pesar de sus chanchullos, de sus negocios negros y que se había pegado un tiro habiendo dejado a su familia desamparada, pero que ella había podido terminar la carrera de derecho y que estaba de pasante en un despacho de abogados, aunque todavía no le pagaban nada porque estaba en prácticas. ¡Mujer, eso es pasajero, ya verás como dentro de nada las cosas cambiarán para bien! Ahora la cola iba avanzando con más rapidez y dentro de nada se despedirían y cada una seguiría con sus vidas. Andrea salió con las bolsas llenas y se despidió con un te llamaré. María le sonrió mientras Andrea pensaba que no tenía derecho a quejarse, que siempre hay gente que lo está pasando peor.
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