Se miró en el espejo. Abrió la boca para observar los dientes, el esmalte muy perjudicado por el zumo de limón que tomaba en ayunas presentaba un color amarillo resultado también de la nicotina. ¡Vaya una porquería!, pensó. Rebuscó en la despensa y no encontró pajitas de plástico, esas de colores, del último cumpleaños. Pues, nada, a pelo, no iba de dejar de fumar ni a renunciar a sus cigarrillos por la puñetera estética y menos al zumo de limón que le desatascaba las tuberías todas las mañanas. Y menos mal que no se podía ver la coronilla porque ya tenía casi tonsura como los curas. Para compensar todos estos atropellos de los años y de sus malas costumbres, se percató con agrado de que aún la papada era incipiente y que las bolsas de sus ojos se podían considerar, aún, normales. Su perfil era bueno y sus ojos negros tenían la mirada intensa de Omar Sharif o eso pensaba para compensar tanta ruina. Se volvió a mirar y esbozó una sonrisa, más bien una mueca que no le reconcilió consigo mismo. Aquella mañana, frente al espejo, empezaba mal.
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El nido
Foto Aurelio Serrano García
Cerró dando un portazo; tras de sí treinta años de rutina, soledad y hastío. Ni un solo instante miró hacía atrás. Dejó hasta cualquier equipaje posible. Solo se llevó la angustia y ella se fue disipando a medida que oía sus pasos sobre el empedrado, cuando las primeras luces bañaron el camino; unas gaviotas la acompañaron en su iniciada huida, de modo que no se sintió tan sola cuando llegó al espigón del puerto. Las barcas, esas cunas, se alineaban paralelas al muelle y el ferry, anunciando su partida, la esperó. Y vio su estela y en su centro sintió que había abandonado por fin el nido.
Vanitas, vanitatis
Al cabo de tres semanas, por fin, le iban a quitar las vendas; ni que decir tiene que estaba algo nerviosa. El médico, un hombre de mediana edad, jovial y muy simpático, las fue quitando con estudiada parsimonia y, a medida que lo hacía, contaba chascarrillos que a Marta no le hacían ni pizca de gracia ni venían a cuento. Estaba expectante e ilusionada, era la quinta operación de cirugía estética que se hacía en el rostro; acababa de cumplir los cincuenta y le habían prometido un cambio que iba a transformar su vida. La habitación estaba en penumbra, hacía mucho calor a pesar del aire acondicionado o era quizá su cuerpo el que sudaba por la angustia de lo desconocido. Una mezcla de sensaciones encontradas, miedo, ilusión, esperanza la estaban torturando, haciendo que la espera se le hiciera agónica. Contuvo la respiración, todos en la habitación callaron y ese silencio se le hizo insoportable. Exigió, más que pidió, un espejo. Y lo que el espejo le devolvió fue el rostro de su madre con diez años menos, pero con todas las arrugas con las que murió a los ochenta y ocho años.
Contra el viento
Decían que venía desde el golfo de León, a nosotras nos daba igual de donde viniera. El caso es que soplaba con una fuerza tremenda, y era como oír el aullido de los lobos. De toda una jauría. Ese sonido era el preludio, señal de que nos aguardaba. El realidad no, éramos nosotras las que lo esperábamos. En el plano de S. Francisco confluía ese viento con el que venía del puerto y se anillaban, se enroscaban como volutas de humo. Esperábamos ansiosas durante las primeras clases de la mañana, pensábamos que no cese, que no cese, así hasta la hora del recreo. Aquel viento tenía nombre, era la Tramontana, nombre sonoro que lo describía a la perfección. Cuando soplaba la mañana se nos hacía eterna. No nos dejaban salir en el primer recreo y las cuatro comíamos el bocadillo a toda prisa como para apresurar el momento y entonces la sobrasada de payés que tanto me gustaba podía haber sido cualquier otra cosa. Solo prestábamos atención al viento. Y «el que no cese, que no cese» era como las cuentas de un rosario mental que rezábamos calladas. Después de aquel recreo venía la clase de literatura con aquel profesor mayor que quería adoptar a mi hermana. !Qué historia aquella! A todo esto el viento iba y venía y nosotras detrás de las ventanas oyendo, pero sin escuchar al profesor de turno. Mirábamos los cristales como si estos ocultaran un mensaje que venía de lejos, de otras tierras. Mientras la Tramontana hacía su trabajo también en los campos, inclinando, doblegando los árboles en su dirección que era como poner su firma en el paisaje. De modo que toda la isla tenía su sello. Domesticaba el paisaje a su antojo y eso me maravillaba; los acebuches, los pinos, todos en la misma dirección como en un desfile militar. No recuerdo otro viento como ese y mira que he vivido en lugares muy distintos y distantes en mi vida. Pero ese es el viento de mi infancia, ¡caray que suerte he tenido! Porque otros no tienen ni nombre ni a lo mejor se sabe de donde vienen. Este sí, era, por así decir un viento con linaje. De alta alcurnia, me parto de risa solo de pensarlo. Cuando por fin sonaba el timbre del segundo recreo, salíamos a la estampida las cuatro, bien abrigadas con nuestras trencas. Y entonces era el momento tan esperado; a la de tres salíamos del instituto corriendo como locas contra el viento que nos empujaba con toda su fuerza y, corríamos con la boca abierta llenándonos de Tramontana, como peces fuera del agua, con los brazos abiertos, sin parar, sin parar hasta llegar exhaustas a tocar el borde del muro. Exhaustas, sin respiración. Y una vez allí contemplar el puerto, las bateas de mejillones, la base americana y las gaviotas que también iban de aquí para allá como el viento. En esa carrera loca siempre ganaba la Tramontana y nosotras que desgranábamos los días felices de la infancia.
Las vueltas que da la vida.
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Es una frase hecha, pero a María le salió del alma, cuando en la cola del hambre se encontró con Andrea, una amiga de la infancia cuyos padres nadaban en la abundancia. Se saludaron con cariño, pero se dio cuenta de que frente a ella , su amiga se sentía avergonzada e incómoda. La dejó pasar, porque ella no tenía nada que hacer; los días, desde que estaba en el paro, eran como chicle que se estiraban y se le hacían eternos, si no fuera por la portería. María le comentó, para romper el hielo, que sus padres se habían matado en un accidente y que la pensión de orfandad era una miseria, pero que había conseguido una portería en el barrio de Salamanca y con eso iba tirando, porque tenía que alimentar a cuatro hermanos y no se había casado porque, a consecuencia de aquel accidente, había perdido un ojo y se había quemado media cara, que llevaba tapada por una melena castaña. La cola avanzaba despacio y el sol calentaba que daba gusto. Andrea la escuchaba en silencio, con la cabeza baja. María no quiso preguntar; se veía que Andrea lo estaba pasando mal, pero que estaba procesando todo lo que le había ocurrido a ella, que no era precisamente un camino de rosas. De pronto se echó a llorar y se rompió; su fragilidad la conmovió profundamente. María la rodeó con sus brazos. Con voz entrecortada, Andrea le contó que su padre se había arruinado a pesar de sus chanchullos, de sus negocios negros y que se había pegado un tiro habiendo dejado a su familia desamparada, pero que ella había podido terminar la carrera de derecho y que estaba de pasante en un despacho de abogados, aunque todavía no le pagaban nada porque estaba en prácticas. ¡Mujer, eso es pasajero, ya verás como dentro de nada las cosas cambiarán para bien! Ahora la cola iba avanzando con más rapidez y dentro de nada se despedirían y cada una seguiría con sus vidas. Andrea salió con las bolsas llenas y se despidió con un te llamaré. María le sonrió mientras Andrea pensaba que no tenía derecho a quejarse, que siempre hay gente que lo está pasando peor.
El desconcierto de Lobo
Lobo se encontraba en una situación inusual. El tiempo pasado en la lobera cuando el frío invadía la tierra dejaba paso a una primavera inaceptable. Jamás había vivido algo parecido. Sus pezuñas se hundían en el barro y notaba que en el aire, a veces, olía diferente; constató que ya no nevaba y que las tormentas invernales habían desaparecido para dar paso a otra estación. Y su memoria animal o su instinto le empujaba a subir a los riscos en busca de presas. Lobo se despertaba con un rugir de tripas que le anunciaba algo inevitable e ineludible: tenía un hambre canina que tenía que saciar. Y menos mal que, ya viejo, no tenía alrededor pequeños lobeznos que alimentar. Por un instante añoró tiempos pasados, pero recordó que entonces las estaciones se sucedían de forma regular. Hacía tiempo que no aullaba a la luna y ahora, que ya era el momento, sucedía algo que no sabía explicar. Un día notaba calor y al siguiente una lluvia torrencial que salpicaba hasta su guarida le dejaba inerte en el fondo contemplando con asombro esa tormenta propia de los trópicos. Su pensamiento, entonces ensimismado, le llevó a la conclusión de que el tiempo se había vuelto loco o que él estaba como una cabra. ¡Y esto último si que no!
El croar de las ranas
Veía las ramas de la palmera que subía desde abajo, desde el jardín. La había visto crecer sin complejos, sabiendo que no había techo, que podía ascender tanto como quisiera, que podría llenarse de dátiles amarillos, tantos como pudiera. Así, dado que su naturaleza lo hacía posible. Tenía la mano sobre la almohada y sobre ella la cara vuelta hacia la ventana. La veía mecerse por el viento. La tramontana era tan fuerte que doblaba los acebuches hacia la tierra, los doblegaba, pero no a la palmera, que era fuerte, vigorosa. En el estanque las ranas croaban a su antojo, pero no esta noche de tormenta. Tampoco se oía ningún grillo, claro que no era tiempo de grillos, solo de viento fuerte y huracanado, que era como el aullido de los lobos, solo que en la isla no los había. Con los ojos muy abiertos, oía ese lamento del viento, feroz y extenuante. Quiso que fuera verano para ver las fustas llenas de dátiles, quiso que cesara el viento y por unos instantes accedió a su deseo para sonar con más fuerza y se tapó la cabeza con la manta. Y ni aun así dejo de oírlo. Era Wagner y las walkirias, era el cabalgar atronador de un tropel de caballos, furiosos pero libres, y esa idea por un instante la animó. Supo que esa noche no dormiría a pesar de que papá entró para arroparla y darle las buenas noches. Cuando él se fue, cesó la ´tramontana de repente y comenzaron a croar las ranas. Con esa música se dormiría como cada noche. Y soñaría con los patos que se bañaban en el estanque.
Las lechuzas
Desde la tumbona, el cielo, por la contaminación lumínica, es una masa difusa. Solo a lo lejos se veía el resplandor de la ciudad causante de esa carencia a la que estamos acostumbrados. Hacía solo unos días que habíamos vuelto de Lanzarote, donde por primera vez en toda mi larga vida había asistido al resplandor de la oscuridad, al hecho asombroso de ver el cielo tal como es: un tapiz cuajado de estrellas que titilan sin parar. Íbamos andando por una carretera desierta desde la urbanización al pueblo costero más cercano con idea de cenar allí; el campo era un desierto de lava volcánica sin ningún signo de civilización en kilómetros a la redonda, nada ni una casa, solo cielo y tierra y al mirarlo me sentí tan abrumada por aquella inesperada belleza que rompí a llorar; el corazón me latía con fuerza, hipnotizada no podía apartar la vista hasta que sentí dolor en el cuello. Y ganas de caer de rodillas y rendir así mi homenaje al espectáculo más hermoso que nunca había visto. ¡Qué pequeños somos, pensé!, al tiempo que me invadía un extraño sentimiento de serena felicidad. Después, fue una borrachera de sensaciones. Sabía que nunca podría olvidar esa noche en la que descubrí el firmamento. Ahora, observo desde la terraza del ático el mismo cielo, pero al que hemos tapado en pago por la «civilización». Aun así la noche es tranquila; en la terraza y en silencio miramos sin ver más que eso que se parecía al cielo, pero que no es más que un remedo. De pronto, desde detrás de una de las chimeneas del tejado, dos lechuzas pasaron por encima de nuestras cabezas en un vuelo rasante que nos dejó sin palabras.¡ Qué hermosas eran! Sin duda era un regalo de la diosa de ojos glaucos, Atenea, que se repitió varias noches seguidas.
El río
El agua llegaba a los lavaderos desde arriba, porque el río circulaba rodeando la montaña y serpenteando hacia el pueblo. Las mujeres llevaban los canastos de ropa de dos en dos. Iban por el sendero de tierra cantando o parloteando; sus risas se oían casi desde las piscinas municipales vacías, ahora, en el invierno. Se había canalizado el río, ordenado y amansada el agua, que desde los caños surgía heladora. Las manos con sabañones, frotaban la ropa con jabón Lagarto, que hacía poca espuma, pero que era el mejor. El cierzo soplaba con ganas y los cantos subían de tono cuando el frío las atenazaba. Había que golpear la ropa con brío, como si su rabia se centrara en ese punto y no en sus condiciones de trabajo. ¡Y menos mal, dijo María, que han techado los lavaderos, que si no…! porque el cielo amenazaba lluvia. «Y si llueve, ¿dónde se secará la ropa? ¡Maldita sea!» . María «La Coja», a la vuelta, se emparejó con la Marta, que era más o menos de su misma estatura, que cuando iba con Ana «la Larga» todo el peso de la ropa mojada caía de su lado y eso si que no, que luego le dolía la pierna durante una semana. Cuando entraban en el pueblo comenzó a tronar y vieron un rayo encender la mañana que se había enfoscado. Con el peso de la ropa mojada llegaron a punto para tender la ropa en las falsas de las casas de los señores, allí donde se curaban los jamones y los chorizos al lado de las tinajas de las aceitunas y de los queso en aceite. En la cocina, María se untó las manos con manteca de cerdo; los sabañones la martirizaban como si hubiera hecho mucho mal en otras vidas, eso pensó, y cada vez se convencía más de que el purgatorio estaba aquí si es que ese invento de los curas existía.
La olla
La bandada de mirlos le hizo levantar la cabeza. ¡Los muy ladinos siempre dejaban sus cagadas por el suelo y ahora encima de los cojines de los sillones del jardín! Estaba harta. Un día de estos cogería la escopeta de perdigones y ya verían lo que es bueno. La olla a presión silbaba la monserga de siempre y también estaba hasta el moño de ese aparato que Silvestre le trajo un día como quien regala un abrigo de visón; y es que lo estaba viendo venir, como aquel día, tan ufano, con aquella caja enorme que dejó encima de la mesa de la cocina y, claro, me temí lo peor. Nadie deja un regalo que valga la pena encima de… en fin, se me hace mala sangre y la olla pita que te pita. No si un día de estos la tiraré a la basura, pero no quiero ni pensar la pelotera que me iba a montar. Después de treinta años y me regala ese adefesio que me da cada susto… El otro día sin ir más lejos estuvo a punto de explotar, pero nada, esos aparatos infernales son más duros que los chuscos de pan de la posguerra. Total, que mientras barro los excrementos que los mirlos han dejado en el jardín con la escoba vietnamita, su último regalo, exótico eso sí, decido que me voy a ir a casa de la vecina de palique un rato y que le den morcilla a la olla a presión.