Mis escritos: Cuentos

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El conjunto de ellos se registró bajo el título: «Nostradamus o el oficio de relojero».

La mayoría de los cuentos están escritos en clave de humor.

RICARDO LAMBEA

(LA GUARDIA SUIZA)

Querido amigo: No sé cuándo te llegará esta carta ni desde dónde, me digo releyendo lo escrito es voz alta. Como si hablara con él. La tinta es azulnegra; siempre me gustó ese tono oscuronegro para escribir.

No sé si sabes que ya no estoy en la ciudad. Partí apresuradamente. Ni tiempo de cargar con una muda completa. Solo algunos trucos que me pueden ayudar en los peores momentos. De sobra sabes la calidad de mis disfraces.

Estoy sentado en un banco de la estación del Norte. Leo en voz alta porque no hay moros en la costa.

Temí en los últimos días que los acontecimientos se precipitaran de forma inexorable. Y sospeché lo peor. A pesar de las mancuernas, los músculos andaban agarrotados de puro miedo. tendrías que verme, parezco un flan y eso me cabrea enormemente. ¡Un exlegionario, un mercenario, un revientatripas como yo!

Hago una pausa y enciendo un cigarro. Se me tuercen los renglones. La tinta tan negra me ayuda en los lugares con poca luz.

Esperé a que la noche se cerrase como una almeja. Atento al menor ruido en el pasillo, oía dar las horas. Cuando oscureció me deslicé como una sombra hacia la calle. Con las prisas salí en calzoncillos. Durante muchas manzanas no me di cuenta. Pero a medida que avanzaba la noche el frío me puso la piel de gallina y los pelos de punta. Con soltura me até la camiseta alrededor de las caderas como si volviera del gimnasio. anduve por la calle mirándome los talones por si alguien me los pisaba, incluso yo, que nadie está libre de asustarse de su propia sombra. Compré en la estación del Norte el billete de más largo recorrido. El recorrido más largo me dijeron que atravesaba el continente de Norte a Sur; pero que lo hacía yendo primero al Oeste como en una maniobra de despiste. Creí que eso me convenía sobre todas las cosas. Luego pensé o de Este a Oeste según a donde el olor del miedo me llevase.

El reloj de la estación marca las once y cuarto y hasta las doce no sale el autocar. Tengo la impresión de que el tiempo no se va a dar prisa, así que entro en el café o lo que sea. Buena pinta no tiene.

Más que un café parecía un hospital bananero. Las paredes estaban pintadas en verde relamido y el zócalo en azul marino. A la derecha de la barra justo al lado de la radio se balanceaba una tira pegajosa llena de moscas. La leja donde se alineaban los vasos estaba enmarcada por churretes que caían sobre los azulejos, se suponía que antaño blancos. Varias estampas de santos exhibían una pátina sospechosa. Pedí al encargado un café con cierta aprensión al comprobar que hasta el vaso que contenía las cucharillas y las cucharillas mismas tenían rastros pegados de sustancias desconocidas. De qué, no sabría decir. De modo que terminé por pedir mejor un carajillo, si no es molestia. El alcohol todo lo desinfecta, pensé. ¿De qué la molestia, caballero? Pues faltaría más, aquí estoy para lo que se le ocurra…, dijo el de la barra. Pues muy agradecido, le contesté. El alcohol era de los de quemar. Pagué y salí hacia al andén indicado en el billete. Fumé varios cigarros al raso con el fresco dándome en el cogote. Si mis circunstancias hubieran sido otras hasta habría disfrutado de la noche.

Un puente a lo lejos corta el paisaje. El autocar se retrasa. Pregunto a un tipo que barre por el autocar que hacía la ruta norte-sur, el que para despistar se iba hacia el oeste como a mitad de camino. Se me queda mirando con desconcierto, abriendo mucho los ojos y la boca desdentada, pero no llega a articular palabra. Luego dice no soy lo que usted piensa, no soy un borracho, solo soy un borrachín a tiempo parcial, solo tomo para trabajar, así la mierda de trabajo que tengo no se nota del todo. Y a continuación la diferencia es notable ¿no le parece?. Tengo que darle la razón. Al rato se ve venir a gran velocidad un autobús plateado con un águila grande encima del compartimento para el equipaje.

Continúo escribiendo ya dentro del monstruo plateado.

Sigo teniendo miedo a que me encuentren. Me siento no muy lejos de una de las puertas de salida, por si acaso. Nunca se sabe. Intento dormir y no puedo. A pesar de las mancuernas los músculos se me aflojan. Me los siento blanditos. Después de rodar por lo menos cuatro  horas hemos parado, así de pronto. Acabamos de hacer una parada que no estaba prevista y eso me inquieta. Nunca se sabe a qué pueda deberse cualquier… o nada…, mas al partir cualquier contingencia me mosquea.

Y sigo escribiendo.

Estoy alerta mezclado entre los pasajeros, más vale no significarse. Pasa como en las películas de guerra o lo mismo que en los cuadernos de Hazañas Bélicas que llegué a coleccionar de jovenzuelo con auténtica pasión. De ahí saqué grandes lecciones; cuando hay un tiroteo lo mejor es hacerse el muerto. Si el ejecutor no es prolijo, te puedes salvar casi al cien por cien. En caso contrario, si vienen a rematar uno por uno, ahí no tienes escapatoria. De todos modos ya estabas muerto.

Ya sabes que me siento perseguido y mi vida no vale un real ni un miserable peso. He pasado de ser un mercenario a estar a merced de los matones de servicios de inteligencia de todos los países para los que he trabajado.

Así están las cosas, me digo. Y lo traslado al papel.

Así están las cosas, amigo. Si no hubiese trabajado tanto no tendría a día de hoy tantos enemigos. Y tú ya sabes que he sido una hormiguita, llenando la cuenta corriente en Barbados pensando en una tranquila jubilación. Y ¡ándale, camarones, para qué! Espero llegar al Cono Sur y por si las mancuernas sigo ejercitándome con  ellas.

Los ejércitos a la sombra tienen que seguir estando en forma por si las moscas. Y si tu situación  se vuelve como la mía, resbalosa, pues ¡ándale camarones, y sal corriendo! A pesar del miedo, no por cagueta, sino porque sé cómo se las gastan, tomo las precauciones debidas. 

Ahora sé que hicimos una parada técnica. Me reconforta; la siguiente será de madrugada para aliviarnos en los W.C. Mañana sacaré otro billete de este a oeste; lo he pensado mejor. Viajaré en zigzag y de arriba abajo. Pienso mucho, todo el rato. Lo he pensado bien y creo que es lo mejor en mis circunstancias de exmercenario perseguido del uno al otro confín como el enano saltarín.

En el fondo sigo siendo un chaval con mis Hazanas Bélicas a cuestas y con los cuentos que me contaba papá al borde de la cama. La vida luego nos lleva a Sierra Leona o al Congo. Lo malo es crecer, siempre lo digo. Porque lo hacemos malamente. Porque se nos tuercen las líneas en los cuadernos desde preescolar o poco más tarde, pero poco.

Esto que sigue me lo digo en voz no muy alta porque algunos viajeros duermen.

No sé si te lo he contado, tío, el caso es que se me murió un tipo legal en Liberia que era como un hermano, se llamaba Paul Menudet (el apellido le venía al pelo por su corta talla; aunque fornido, era un tipo pícnico) y venía de la Argelia ocupada. A este cristiano, a mi hermano, le cortaron las venas, que él no quería claro está, y dejaron que se desangrara a lo romano por pura cortesía de la casa. Si te cuento estas cosas dolorosas es para que espabiles, que un día estás arriba y al siguiente estás haciendo zigzag por todo un continente.

Tengo que parar y enderezarme. De escribir hacia arriba la tinta no sale. Ahora sí, azulnegra.

Por mí no te preocupes, que tengo por cierto que antes de sucumbir les voy a marear todo lo que pueda y más. Tú ya me conoces desde que jugábamos a las guerrillas desde terraza a terraza en la calle paralela a Santa María con vistas al mar. Tú me gritabas ¡Eh, berzotas, os vamos a atacar de inmediato! Y yo que iba de infiltrado en un comando de la legión extranjera sacaba a pasear a la cabra para despistar a los que estabais en las barricadas esperando la orden con las bayonetas caladas. Y mientras os lanzaba unas granadas que os mandaban al infierno, aunque vosotros no os dejabais matar tan fácilmente. ¡Menuda pandilla! Y recuerdo que el gordito Lalo era el único que a la voz de ¡granada va! quedaba panza al aire de tan obediente. ¿Te acuerdas qué tiempos, sátrapa?

¡Sátrapa!, te decía; me gustaba llamarte así. Luego me enteré que tenía otro significado. Y tú a mí: eunuco maricón.

Y por si me encuentran desprevenido en este ir y venir sin rumbo he dispuesto la cuenta de Barbados de manera que puedas  disfrutar de mis ahorrillos sin reparos, sabiendo además que hemos estado metidos en el mismo negocio de estraperlo humano. Y esto que te cuento no es por desahogo sentimental ni ético del que se sabe herido de muerte antes o después. Es más que nada un arreglar las cuentas domésticas de ti para mí, dado que no tengo familia ni deudos.

Volvemos a ponernos en marcha y rodamos por páramos desiertos y algún lobo se cruza en el camino. Mientras, el viento se cuela por las rendijas de las ventanillas que no cierran bien. El ulular suena premonitorio y feo. Me arrebujo en la manta que la compañía intercontinental nos proporciona. Y prendo un cigarro antes de dormirme. He intentado dormirme y no hay manera, así que continúo la carta.

El cenicero anda repleto y los sentimientos pegados con saliva en la gomina que hay que chupar para cerrar el sobre que se franquea en destino. ¡Fíjate qué curioso, me siento así, como una carta que se franquea en destino! Y sin tenerlo. Ahora mismo la incertidumbre me cabrea.

Y en este ir de norte a sur de este a oeste, todo el rato en zigzag me sería de gran utilidad poder pensar con tranquilidad, con lucidez y sosiego a fin de poderles ganar la partida, difícil por otra parte. Para eso cuento con mi inteligencia que en muchas ocasiones me han salvado el pellejo y, tras salvar innúmeros obstáculos, me he dicho muchas veces satisfecho al verme fuera de peligro ¡eres un tío macanudo! La cuestión ahora es el tiempo. Necesito tiempo para que la bombilla se prenda como es debido y se sustancie la materia grisdegris como decía el Chotas en el Círculo  Olímpico-Gimnástico Sansegundo sudando a mares. El Chotas dándole a las mancuernas y a todos los aparatos, vale, era un animal pero él precisamente materia grisdegris, pues no.

Y ahora me da la risa cuando recuerdo que he sido obispo en Namíbia, leproso en Madagascar y hasta puta estupenda en N.Y. , en la misma 45. ¿Ves berzotas?, lo que necesito es inventarme otro futuro. El intercontinental acaba de resoplar enormemente y paramos. Debe ser la hora de los W.C. porque bajamos todos a la estampida como coyotes incontinentes de los páramos en llamas o no. Tanta ilustración se corresponde, creételo, a que tantas vidas dejan su poso sin querer o queriendo que aquí, en esto de la existencia, uno casi es un mandado.

Reposo de nuevo la cabeza en el respaldo del asiento y me vuelvo a cubrir con la manta que nos proporciona la compañía intercontinental …, en  fin  debería dormir algo para que se me aclaren las ideas dispersas por tanto ajetreo. Al amanecer estoy que trino; ni una sola (idea) ha portado ni de pasada. Las tripas zurean como los palomos. Y paramos. ¡Alabado el centurión y las centurias romanas!, me digo y repito en voz alta. El desayuno intercontinental, más que pasable a base de grasas trans.  Nos dan una hora para que hagamos estiramientos o lo que a cada cual se le venga en gana. Decido no continuar en esta compañía ni en esa dirección. Retomaré la escritura.

Al lado de la parada, amigo mío, hay uno de esos establecimientos australes donde se vende de todo. El cielo es azul claro y glacial. De un frío azulado ventoso de páramos sin dueños, vírgenes, sin gente, desolados. En este paso fronterizo en el que tengo que enlazar con otra línea zigzagueante, el bus me deja estrellado por dos largas horas. Aprovecho para comprarme un vestido camisero,  un par de medias oscuras por si los pelos y una  peluca rubio platino. Me perfilo las cejas en el aseo. Me maquillo de forma natural y brillo para los labios. Con unas bailarinas salvo el problema de la inestabilidad que tanto canta. Espero no tener que bailar un tango como Jack Lemon con un clavel en la boca.

Me paro en los párrafos más entrañables y los saboreo en voz alta siempre que no haya moros en la costa. A fin de cuentas voy de incógnito y soy un fugitivo de las Cías. de medio mundo.

 ¡Eh, berzotas, hasta me acuerdo de los buenos momentos en el cine Rex de nuestra juventud! Y es que fuimos más jóvenes que nadie, ¿Eh, cabroncete? Y más intensos que el copón. Y aquí me tienes, en el bar de una estación en el culo del mundo, haciendo la prueba del nueve a ver si cuela mi nueva identidad.

Un camionero fiero, como sacado de una serie de machotes mexicanos, no para de observarme. Creo que voy a ligar. Luego del lance te cuento, hermano.

Llegó en punto el bus. Y me escapé por los pelos. Ya el camionero transcontinental había apalabrado una habitación en el motel rutero.

¿Te imaginas el lance, hermano, te imaginas?? Lo macanudo es que funcionó. Se ve que no he perdido finura con el tiempo.

El resto del dia, un tormento por el calor. Las medias, ese invento sado al que se someten las mujeres, se pegaban a la piel como si llevase alrededor de las piernas un enorme apósito y en las ingles excuso decirte. Sé que después llegara el frío intenso de la noche y que a medida que bajemos solo habrá un frío infernal.

Aunque no lo creas sigo pensando en un futuro posible y me va a reventar la cabeza… semen también. Sor María de la Piedra Virgen, la superiora, nos decía ¡Ay que ver, siempre con lo mismo! ¡ Claro sor y qué hacemos con las hormonas! y que mandaban lo suyo y en todo momento.

¡¡¡ Hermano, ya lo tengo!!! Pensando en las hermanitas, el Espíritu Santo me ha iluminado y he puesto el huevo de Colón. En llegando a la Patagonia y de allí a la Tierra de Fuego, finiquitada la tierra, vuelvo como ave fénix a tomar el primer avión que me trasladará a Tarquinia. Fiumicino se me queda bien. ¡Ey, berzotas! 

Lo anterior me lo leo dos veces en voz alta.

Estoy contento y sigo con el bolígrafo, pero ya desde Italia a donde llegué sin ningún contratiempo. Por eso continúo escribiéndote, pero desde una bella y discreta pensión del Trastevere.

Una brisa deliciosa que huele a guiso de patio de vecinos me reconforta de tanto viaje sin sentido. la habitación tiene un balconcito lleno de macetas con albahaca. Ya hace quince días que estoy aquí. Los tejados de Roma me inspiran. Aliso la carta arrugada con el dorso de la mano. Aspiro el aire que cada vez huele más a salsa de pomodoro. Me voy tomando un tinto tras otro.

Te contacto, te cuento, te sigo, hermano, poniendo al tanto… Pon el canal de noticias de 24 horas internacional o mejor frecuenta la cadena del Vaticano. Y no te pierdas las bendiciones apostólicas, misa concelebrada y demás eventos litúrgicos en donde aparezca Su Santidad.

Estate muy atento por si me ves. Iré vestido a rayas palaciegas con traje y pantalones bombachos y llevaré en la mano una cosa que aún no sé como se llama, pero seguro que es un arma antigua que los mercenarios de hoy desconocemos. Cada día que pasa estoy más convencido de que aquí no me encuentran ni por azar y eso que en el banco Ambrosiano hay un trasiego de gente tal que con cualquiera te puedes tropezar, no es cosa limpia y hay un comadreo que, en fin …; por eso mismo lo mejor es esconderse en la cueva de aquel, tú ya me entiendes… no te digo más por precaución.

Lo de la guardia suiza es un chollo, todos vestidos, disfrazados de antiguos renacentistas (llevamos unos cascos como de centurión romano con un gran penacho rojo). Miguel Ángel diseñó los trajes muy bien, era un gran maestro incluso de lo banal; ya te digo, hermano, ven que a lo peor solo nos mandan al circo romano.

Chupo la punta del bolígrafo y se me queda la lengua azul.

Lo del vaticano es ahora posible, mas tengo un plan B aún más peregrino; pero también realizable. He descubierto por la red que existe un lugar en España que se llama Sacramento o Sacromonte. No me hagas mucho caso porque aún estudiando el tema, lo que es seguro es que está en Granada, donde se baila flamenco hasta las tantas, donde los turistas se ponen ciegos de una manzanilla que se sube a la cabeza de forma mala. En mi tierra usamos la manzanilla para los orzuelos. Las juergas son continuas. Estratégicamente es un portento: hay cuevas en un número innúmero difícil de asegurar. ¿Te das cuenta, berzotas, de las posibilidades que tiene un lugar así? Ni las mafias más radicales e intrincadas nos podrían encontrar en años y tú y yo vestidos de canasteras haciendo palmas en los tablaos y esa manzanilla tan digestiva con pescadito frito a todas horas. Olvídate de Sacramento.

Me lo acaba de confirmar la red, es Sacromonte y ahí los «gabachos» (dícese de los franceses que invadieron España) no tuvieron nada que hacer en tiempos de Napoleón, así que figúrate. Por lo pronto pon la misa del Vaticano, a ver si por casualidad un plano corto me lleva hasta ti donde quieras que estés en este momento, el equipo renacentista es prodigioso y en la tele damos muy bien.

Este último párrafo lo leo mil veces mentalmente a pesar de que en el balcón, que huele a hierbabuena no hay moros en la costa, solo un gato que me mira desde el tejado de al lado. Pero puede ser un disfraz. Y lo releo por gusto y por que me ha quedado muy bien. Termino y rubrico.

Un abrazo mercenario.

Ricardo Lambea.

Villa Monserga, en vía Guarda que Luna, 11. Roma.

LA ESTOY VIENDO OTRA VEZ


¡Manolita, la estoy viendo otra vez, sube por el brocal del pozo! ¿Qué hago?  La voz de Mario no va a ninguna parte. Manolita, de espaldas a la ventana que se abre a la terraza, lo ve a través del espejo de mano hacer aspavientos. La pinza gira alrededor del pelo de la barbilla. Mírale, cada vez más chocho, dice Manolita con desprecio, en voz baja. Prueba levantando la cara, pero el pelo se le escapa; se agacha un poco y se le escurren las gafas hasta la alfombra y el loro que andaba suelto por la pieza dice: puta, puta.

Mario, que está en la terraza interior que da al patio de vecinos, se asoma desde la ventana que se abre a la pieza. ¡Manolita, Manolita! Ya llega a la cuerda. ¿Qué hago, Manuela? Esta es de las negras y sigue andando ahora, la asquerosa, en círculos, y, escucha, es de las más gordas, ¿qué hago? Manolita está en lo suyo. Todos los pelos se le caen. Menos estos tiesos como escarpias. Se le han ido cayendo. Primero despacio y a traición. Lo mismo del sexo que de la cabeza. Y a día de hoy ambos mondos y lirondos. Solo los de la barbilla y el bigote, tiesos como escarpias.

Gira el espejo y ahí está él. Mario se ha vuelto viejo de repente. Gordo, calvo, y se estremece de asco. Por él y por la cucaracha. Échale agua hirviendo, ¡hombre! A ver si terminamos de una vez por todas. Mario pone el agua a calentar en la cocina y a cada poco se asoma por ver si continúa en su sitio.

Las cucarachas son imprevisibles. Imprevisibles y negras. También las hay rubias. Las rubias vuelan y las negras, no. En las islas extienden las alas en las noches de verano y hay tantas que las pisas al andar; sobre todo en los parques, cuando no vuelan. esta en concreto podría ir para arriba o bien cambiar de dirección. ¡La pobre, como es negra, no puede volar!

En la cocina el agua no termina de hervir. Parado con los brazos en jarras comienza a oír el sonido oxidado de la polea del pozo de la casa de arriba y el cubo metálico golpeando las paredes hasta que la niña lo agarra preñado de agua. Y se imagina a la niña sacando agua del pozo de su casa que coincide en su ubicación con el del piso de abajo. Mario con los brazos en jarra mira la olla de agua, las burbujas apenas ascendían mientras la niña cantaba: «Nessi es un encanto, Nessi es un dragón, pero a pesar de todo tiene buen corazón…». La niña llena un barreño y por segunda vez Mario oye el ruido que hace la polea mientras el dragón se bebe el agua del cubo de la niña que no presta atención más que al sonido de su voz.

Mario se asoma por la ventana. Manolita sigue enfrascada en su tarea. El loro dice: Puta, puta. La cucaracha va y viene. Desfila sobre la soga gruesa en sentido ascendente y Mario teme no llegar a tiempo. Manolita  se cabreará. De eso está seguro Mario Lacalle, exrepresentante y agente de artistas de varietés.

Manolita se enrosca los cuatro pelos y se pone la peluca. Lo primero en su liturgia. A pesar del calor. La peluca es el antes. Y es como llevar el sexo en la cabeza. Mario es como un mono calvo, piensa la ex.

Se empolva la cara frente al espejo. Los polvos son de arroz. Parece una vedete de antes. Antigua. Los labios dibujados dos dedos por fuera del contorno. Y el relleno rojo como laca china. Parece una vieja geisha. Durante mucho tiempo ella pensó que Cancún estaba en China como Chioto o Pechín. Las vedetes de la posguerra desconocen la geografía lejana de países exóticos; aunque les suene lo sicalíptico y las picardías que vienen de París de la Francia.

El exrepresentante de vedetes se dice que el tiempo se decía. Que pasaba tan rápido porque se decía, se contaba, se enumeraba. Sin ese cómputo el tiempo sería como una cucaracha gorda llena de humores verdes o marrones según la paleta impredecible que se crea al espachurrarlas. Unas veces uno podía espachurrar el tiempo y otras el tiempo lo espachurraba a uno. 

A Mario le gustaba pisarlas. Aplastarlas. En casa no se podía hacer. Lo podía hacer en la calle, en el parque o en la escalera vecinal. Era un acto preciso que él prefería por efectivo. Sin consecuencias. Estaba vetado pisar cucarachas en casa. Habría que desinfectar después.

Mi geisha aborrece el derrame de fluídos asquerosos. Donde esté el fuego que todo purifica o el agua hirviendo, que se quite todo lo demás.

A él le gusta pisarlas. Aplastarlas. De sobra lo sé. Es un acto preciso que él prefiere realizar por efectivo en el rellano de la escalera vecinal o en la calle. En casa lo veté. Yo odio el derrame de líquidos asquerosos; prefiero mil veces el tajo seco o el fuego que todo lo limpia o el agua hirviendo que viene a ser como la lejía.

Manolita se asoma desde la puerta. con precaución se asoma mirando hacia el fondo. Lleva una bata ajada con arabescos orientales. O de meretriz del Cancún de China. Desde la puerta que da al balcón, mirando. Mirando dónde puede estar, se asoma con precaución a la puerta que da al balcón mirando hacia el fondo donde el pozo pone fin a ese espacio exterior desde donde un trozo de cielo une al dragón con la cucaracha y al loro. Y lo une con los geranios de las macetas que la niña riega a instancias de su vocación cantarina. La voz de Manolita desde los ajados arabescos orientales que apenas ocultan los arabescos grasos de sus lorzas interiores, ¡Mario, el agua! ¡Mario!, ¿qué pasa con el agua?

Se para en la puerta sin atreverse a mirar pero sintiendo la presencia del insecto. Impaciente patea el suelo con golpecitos como de claqué.  Si es que este no sirve ya para nada,  se dice Manolita que mira hacia atrás y su viejo rostro, se enturbia. Su rostro se ennegrece cuando ve al color cucaracha apoderarse de todo. Y cuando mira hacia atrás los años se confunden por los distintos camerinos, las giras, las habitaciones de los hoteles. Y cuando mira hacia adentro también, porque el pasado es lo único que ve claro.

Y desde el descalabro de la edad y el fracaso de la compañía a Mario lo ve desenfocado, míralo qué desgraciado. ¡Eh!, Mario, ¿Qué pasa con el agua?, ¿la traes del Jordán? Mario se pasa la mano por la calva y vigila las cuatro ollas como Sísifo. Como Sísifo todos los días igual. A cualquier otra del día o de la noche. Una olla en cada fuego.

Manolita piensa en voz alta. Y qué más daba cuánto tiempo hiciese del último aplauso, de las caras allí en el patio de butacas, todas oscuras, en la platea, todas oscuras y mudas aguantando la respiración, sofocando la tos hasta el aplauso final. Y él entre las bambalinas, apoyado en los talones, se sujetaba los tirantes con la arrogancia de un gallo de pelea ufano y orgulloso. ¡ Y tan torpe el pobre…!  ¡Qué desgraciado! ¡ Mario, viene el agua o qué!

Era o fue una verdadera vedete solo que ahora se había convertido en una gordita chillona cuya voz estridente hacía callar hasta  los sonidos de los plátanos de la calle cuando el viento los ponía elocuentes. ¡Mario!

Un día la mato, se decía el exrepresentante en su vivir cotidiano, harto de hervir cucarachas, de hervir cualquier toalla que se cayera al suelo porque el suelo estaba demasiado cerca y lleno de «micribios» y de «baterias». Qué bruta ahora, que entonces, lozana, hasta tenía su gracia con aquel desparpajo que todo mal estar o enojo anulaba; claro que antes mala baba no tenía o si la tuvo no recordaba. ¡Qué cosa el antes!

¡Mario!

El dragón se quedó asustado por el grito de la gordita chillona y la niña también. Afuera en el brocal ardían las primeras estrellas. El olor de fritos vespertinos alimenta a la cucaracha que definitivamente se  ha atrincherado en la soga. Hace horas que Mario sigue echando agua hirviendo al tuntún; la cucaracha giraba en sentido contrario y se iba instalando sin prisas: le había cogido el tranquillo.

Por la mañana Mario Lacalle se despertó con un cansancio propio de un explorador de la sabana; su mujer dormía soñando que le salían costras en las piernas que tenían consistencia córnea que se arrancaba en vano con desesperado desasosiego. En vano. Cuantas más se arrancaba más y más fuerten salían. Se despertó bañada en sudor, con asco pensando en la cucaracha y con pena porque no tenía piernas. Mario desayunó en el bar de la esquina y compró el periódico. La página dedicada a la ciencia decía que las cucarachas serían las únicas supervivientes a un desastre nuclear.

Mientras.

Manolita se asoma con precaución al balcón tras comprobar que tiene dos piernas rollizas con las que puede andar y gime: Antes, envueltas en medias de seda, volvían locos a los espectadores en el patio de butacas, en las plateas… El loro que se había despertado decía: Puta, puta y el dragón del lago Ness se colgaba de la soga del brocal del pozo (jugueteaba el dragón) de la vecinita que llevaba trenzas más o menos del mismo grosor. Del mismo grosor que la soga. Era la soga donde la cucaracha había hecho su nido sin plumas.

Mario volvía con el periódico bajo el brazo a su casa de la Torrentera abrazando la idea que se iba abriendo paso en su cerebro poco habituado al análisis y que consistía en la aceptación de la certeza sobre la inmortalidad de esos seres extraños ensimismados en su negritud, y si al menos cantaran o hablaran como el loro… Y esa idea de su casi inmortalidad que no había nacido de él sino en la página de ciencia del periódico de aquella mañana de aquel año en el que ya se iban descabalgando los días, se dijo, exclamo por la noche aún desconcertado: ¡ Y qué coño de función…!, quizás por deformación profesional.

Mario, que era lento desde que cesara su frenética actividad profesional como agente y representante de vedetes, rumió la idea largo y tendido en noches insomnes tras safaris ímprobos contra insectos negros y rubios voladores; y el pobre alumbró una idea y al fin esta conclusión: los bichos a los que los morales tienen más asco o miedo irracional poseen una disfunción común: ni pían ni croan ni cantan ni ladran. De modo que los bichos mudos dan pavor: serpientes, cucarachas… ¡Por ese mutismo!, se dijo perplejo. Y su cara era como la de Bogard en «La reina de África».

Mario se dio a la fuga como era de esperar en un momento de lucidez. Pretextando bajar la basura se alejó a toda prisa de la casa de la Torrentera.

Mario Lacalle leyó la noticia en «La voz de Levante», mientras tomaba un aperitivo en una conocida playa de la costa. Muere carbonizada la vedete Manolita Prior en su domicilio, tras rociar con gasolina el balcón donde supuestamente anidaban cucarachas, dragones y demás especies domésticas. Satisfecha, a continuación se puso a fumar evidentemente sin ninguna precaución. R. I. P. Descanse en Paz.

Y ME LA MIRO CON ATENCIÓN

¿Qué cosa es la vida? ¿Cómo se puede clasificar esa cosa que se supone es la vida? ¿Y a qué llamamos vida y en relación a qué? Ahora  que me siento sin ataduras tengo más miedo que una rata. Si es que las ratas tienen miedo. A lo mejor las de laboratorio, por las perrerías. Mi vida ya no tiene sentido y no sé donde acudir. No sé vivir sin horarios, sin jefes. Sin trabajo. Sin que nadie me achuchase yo prolongaba la jornada hasta bien entrada la noche. Los jefes me adoraban. Y yo reverenciaba a la empresa como si fuese nipón. Antes yo tenía una vida productiva, durante años eso era todo; ahora, desde que el calendario me asestó los sesenta y cinco, ya no la tengo productiva.

La vida, eso es lo que no tengo productiva. Y me la miro con atención por si se extravió ella sola. Me dicen que es cuestión de acostumbrarse;  que a cualquier vecino le pasa ese desconcierto desde su ausencia. Mi único compromiso era con la empresa. Por dedicarle todo mi empeño huí de los compromisos eternos y de la estabilidad familiar. Por eso ni me casé ni tengo hijos.

Podría dedicarme a hacer el bien. Y no sabría cómo hacer porque nunca he sido bueno. La verdad es que tampoco malo. Lo peor es que no he sido nada. Algunos de mis ex de la empresa son cooperantes o se pasan las tardes en los hospitales haciendo de hermanitas de la caridad o jugando a la petanca o qué sé yo. Y que de todas formas sigue uno viviendo, no como antes; claro que eso es imposible. todos los bocazas jubilados me dicen lo mismo. Y que tengo que descansar y yo no estoy cansado.

Por la mañana cojo el periódico del bar con disimulo (pero me parece que se han dado cuenta) y me lo llevo a casa. Y leo después de ponerle el alpiste al  periquito, que luego revolotea sobre mi coronilla: El difícil reto de competir en un mundo global reza hoy el titular y debajo en letra más pequeña (pero aún importante): Productividad y competitividad, la clave para salir de la crisis. Y será que estoy en crisis por mi falta de productividad. Sigo leyendo y subrayo con tinta roja ambos conceptos aunque de sobra sé que estoy fuera de juego.

De la lavandería de abajo sube el ruido de los tambores y en ellos la ropa gira siguiendo su camino; a ratos el ruido es tan fuerte que apenas se oye la radio: Un frente polar tiene la culpa de la nieve y de los hielos; va ha hacer un frío intenso; más de tres estaciones de esquí van a abrir sus puertas. Y el ruido de los tambores centrifugando a toda máquina. Y con el boli rojo atrapo el concepto y lo encierro haciendo un bocadillo como en los tebeos: La productividad es la capacidad de maximizar la producción con los menos recursos posibles. ¡Bien!, es lo que hacen los chinos. En cuanto a la competitividad es vender el mejor producto al mejor precio, o sea, a ver cómo se las apaña uno globalmente. Y luego viene lo de la guerra de las divisas, y vaya una mierda. ¡Qué esclarecedores y atinados los conceptos! Y repaso la página que ha quedado llena de bocadillos en rojo.

Los tambores siguen centrifugando. Y paso de sudoku ya sean fáciles o difíciles, para mí es como un enigmático jeroglífico faraónico. Y en Panticosa… escupe la radio, … con el puente de la Inmaculada Concepción (que anda que no hay que tener fe para según qué cosas entender, claro que esa no es la cuestión, se trata de creer aunque no sea fácil), … En cuanto  a La Molina ya funciona desde hace una semana. ¡Ja! Y yo sin saber a dónde ir a esquiar o cómo fundir la pasta de la pensión.

Y me passo al crucigrama más difícil de este país y leo para adentro y al tuntún: 3 verticales: Lo plateado del euro. Afrentas públicas; por aquí no voy bien, más de lo mismo. Ahora 10 verticales: Abrigos cortos con capucha para no enseñar las trenzas, esto me lo sé: trencas; lo pongo con mayúsculas, así, TRENCAS. Me da buen resultado empezar por las verticales, las horizontales son más traicioneras; pero si me atasco me voy pal otro lado. Me pasó hace un rato, 5 horizontales: El colmo de la fertilidad, cinco casillas y me rompí los cuernos, llegué a pensar en óvulos de novísima generación, qué sé yo y tuve la inspiración al volver para las verticales donde me encontré con una hermosa O inicial y con una curvilínea S final, et voilà : OASIS. ¡Anda que no es listo el del Yelmo! Estoy por escribirle una carta de admiración mostrándole mis respetos a su ingenio; ahora que mi vida no es productiva me sobra tiempo para esto y mucho más.

Esta tarea del crucigrama me lleva un buen rato. Después me hago una manzanilla con anís del Mono que algo anima. El momento que precede a la comida tiene otro desarrollo y es como sigue: con el vaso de la manzanilla infusionando me coloco frente al televisor con la libreta en la mano. El logo del huevo frito se corresponde a canal adecuado para que los jugos se vayan preparando. Receta de croquetas o el mejor sistema para que las croquetas salgan de restaurante de muchos tenedores: si no queremos que se nos abran las croquetas las freímos de dos en dos en aceite muy caliente, abundante el aceite (aquí un subrayado). Las tenemos poco tiempo y las metemos en el horno igualmente caliente para que se haga costra y se terminen de hacer por dentro. Copio el consejo y a un lado de la anotación una atención en rojo: ojo con esto, a tener en cuenta.

A estas horas la mosca que va de la tele al cuaderno forma parte del ritual cotidiano. ¡Es tan mona y tan metódica! Cuando el anís va haciendo su efecto me voy a la cocina y me abro una lata de raviolis (de la rabia que tengo por mi falta de productividad) que caliento con mimo al baño maría; a veces si estoy creativo me hago una tortilla de papas chips con un cordón de kétchup que anima el plato. De postre otro anís y me remato con la nostalgia que me suele durar toda la siesta. Y me dedico a pensar a trozos…

Me dedico a pasar los días como las páginas de un libro (antes yo leía mucho). A veces se llega a… o uno descubre una página brillante donde los minutos se suceden distintos, despejados de recuerdos. Sucede que otras veces no, ocurre que otras veces en otras páginas los minutos son idénticos, tediosos y engordados de segmentos de cosas tan vividas ya.

Existen días-páginas que vuelan lentamente con una melancolía espesa que los envuelve, que los hace dañinos; esos prefiero no pasarlos y los guardo para el final libro-vida. Pero también los hay que no se dejan arrinconar y existe entonces el problema de cómo pasarlos; lo más recurrente es cogerte una buena cogorza o enfilarte hacia la exaltación místico espiritual, pero al final lo mismo es una cosa que la otra, el resultado es el mismo: ese día no lo viviste. Las hay también en blanco y uno se dice -todo depende de mí- cómo llenarlas correctamente con la estética en la mano, el cartucho de tinta en el bolsillo y la pluma sin la capucha frente a la ética, para poder despejar de un buen y certero plumazo a la moral que siempre incordia y espesa los pensamientos más livianos. La rareza y escasez de esas páginas las vuelve alegres o taciturnas según la bilis de las demás, siempre alerta para que la moral ajuste la cintura al día para que definitivamente nunca sea totalmente nuestro: solo la rebaba.

Nostradamus y el oficio de relojero

Dedicado a la Provenza y al maestro Cortázar que la disfrutó con sus amigos y sus vecinos.

En el pueblo le dijeron que esa era la casa. Y ella delante de la casa. Y comenzaba a llover justo ahora, en esa calle. En medio del paisaje las casas de piedra, inmóviles, se dejaban lavar. En todas partes, en cualquier parte del mundo, hay caseríos aislados y pequeñas aldeas y hay pueblos grandes y pequeños. Y los hay como los ríos que son pequeños como el pequeño Ródano y que después crecen como el gran Ródano o a lo mejor es que nació así de enorme. En la actualidad Saint-Remy además de hermoso es grande como el gran Ródano. Y es así porque no ha parado de crecer.

En los pueblos grandes de Lituania, su país, las casas están pegadas las unas a las otras. Esto suele ser lo normal pero a veces se producen mellas que son solares llenos de malas hierbas. Entonces decimos que son solares abandonados como los perros en las cunetas. Aquí da la sensación de que las casas están paradas como los perros de caza al acecho de la presa, talladas en piedra, sin aullar, sin ladrar. En el campo los perros languidecen aletargados como lagartijas al sol, mudos desde tan lejos. O callados desde tan cerca.

Ahora Saint-Remy estaba dormido. El agua caía indolente. El agua se entretenía en los charcos. Y aun así, el pueblo entero estaba dentro de sus casas.  Ningún paisano, en estos momentos, a mil leguas a la redonda. Los paisanos dentro y el paisaje fuera.

De modo que el agua se entretenía en los charcos. Todos en el pueblo, junto al hogar, en sus cocinas, en sus dormitorios, sus talleres, viendo los cipreses, a través de los cristales, engordar por culpa de la lluvia. Probablemente sujetando el visillo, vigilando en los patios hipotéticas macetas y como viendo sin oír el repiqueteo sobre el barro; cómo la tierra saltaba fuera de ellas, cómo las flores doblaban la espalda; y hasta las raíces querían escapar buscando otros horizontes. Las hormigas andaban, sin muchas ganas, sobre los bordillos de barro. Las hormigas, sin aguacero pertinente, no saben lo que hacer, se contradicen ineficaces, perdidas y más que nada perplejas.

¡Pobre Nostradamus! Entre casas tan bonitas, ¡pobre Nostradamus!, se oyó decir Natalia. Una cosa así no ocurre todos los días: estar delante de la casa natal de Nostradamus; sobre todo ella, que pisaba por primera vez la Provenza. Y que venía desde tan lejos, cómplice, hacia otros destinos aún ignorados. Y ella, Natalia, estaba parada frente a la fachada. Y también perpleja como las hormigas que se contradicen. Y la lluvia se entretenía en los charcos mientras ella se mojaba porque sí. De pie durante un buen rato pensando y pensando cómo definirla. Le costó encontrar la palabra. Entre antas casas bonitas, ¡pobre Nostradamus!

Para definirla ninguna palabra mejor que anodina. Natalia con tozuda decisión seguía plantada delante como si buscara algo sobresaliente, algún detalle que… pero no, desde fuera carecía de todo interés. Hubiera venido bien alguna frase suelta de una sinfonía o el bucle de un recitado monótono y repetitivo que fuera no obstante in crescendo a modo de bolero de Ravel.

Eso hubiera ayudado. Desde luego sería conveniente, porque así, a palo seco, el momento era descorazonador. Decepcionante.

Entonces Natalia oyó como un reloj daba los cuartos y, al girarse buscando el origen del sonido, vio que el reloj era de sol. Un gran reloj pintado en la pared. Después silencio absoluto. Había espacio para otros sones pero el silencio era como una enorme metáfora y los cuartos se quedaron solos sin enlazar con nada nuevo. Con la mochila al hombro llevaba allí un rato, un rato apenas. O puede que un rato largo. Con la mochila acuestas, hasta el hombro le dolía ya. Y era muy cierto que tras los cuartos nada sucedía, ni nada se oía, ni pájaros comunes ni nada extraordinario o bien estúpido. Ni siquiera esotérico. desde luego el momento no daba más de sí. Frustradas las imposibles expectativas (ella sabía que eran imposibles), no obstante las rumiaba por si las moscas: las profecías del profeta apocalíptico. Recordaba otros textos  sobre el Apocalipsis de una manera imprecisa.

Apocalipsis: muerte y nacimiento. O muerte y resurrección. Apocalípticos e Integrados. La tapa del libro era negra, o blanca con un caballo negro: Apocalípticos e Integrados. 

No si será verdad. Al final aquí no va a pasar nada de nada. Ni un signo ni el aleteo de un pájaro extraño, pensó

Ni siquiera un mirlo blanco saltando sobre los adoquines, soltando yesca sobre ellos. Ya sabemos que los mirlos vuelan, pero también andan y mucho, dejando en el suelo unas cagadas negras seguidas las unas de las otras.  Como una caligrafía. Las cagadas de los mirlos son fáciles de reconocer por su tamaño y negritud; lo mismo da que sean negros que blancos. Para muchos, que estos últimos no existen. Ahora, no obstante, el reloj de sol dio la media; a pesar de las nubes negras, de la lluvia, a contrapelo de toda lógica el reloj sin maquinaria sonó. La desarmonía era total pero quizá Natalia esperaba una señal distinta, un signo contrario a todo raciocinio (como si eso que se había producido no fuera ya de locos) o simplemente que su sangre se pusiera a levar anclas.

Salir de una, para sentirse volar en una dimensión distinta; Santa Teresa y los místicos en este occidente o los santones de India; y los budistas y así poder comprobarlo en oriente. cantando mantras, es una opción. En los parques los jóvenes cantando mantras. Paul le había dicho: ¿Comprobar qué?. El muy estúpido. Su pensamiento daba vueltas y más vueltas como una mandala.

Y ella, Natalia, no se había molestado en contestarle porque vivían en distintas constelaciones, cada vez más y más lejanas.

Una de tantas, parecía decirle la fachada a Natalia que seguía el rastro del adivino, por las calles de Saint-Remy. Pero no era cierto, las casas de la Provenza, por muy humildes que fueran algunas, muy pocas, mantenían una estética deslumbrante.

Definitivamente, ¡pobre Nostradamus!: qué casa más birriosa, dijo para sí. Comenzaba la primavera y su calle estaba vacía. Era mediodía y le ardían los pies. A pesar de la lluvia, los pies. Se quitó las sandalias y las guardó en la mochila. Y restregó las plantas ardientes sobre los adoquines. Ningún paisano a la vista. Se sintió bien en soledad. Cada vez más anacoreta, más eremita, más asceta. Oyó el cacareo de las gallinas desde algún gallinero lejos. Era mediodía y las profecías no llegaban.

No llegaban ni se las veía venir por ninguna parte.

Sin embargo miró su reloj de pulsera que marcaba las tres. Sin dar al hecho demasiada importancia, pensó que su reloj adelantaba o bien que vampirizaba el tiempo o que oír los sonidos del reloj de sol denotaba su cansancio. Natalia suspiró de cansancio.

Natalia se sabía joven, voluble y fluctuante. Su corazón como un monstruo vencido oía el rumor de los mares batir en sus venas. Y en su mente el enigma y el mito vivían aún, incluso aquel que devora la identidad. Natalia se pensaba desde lejos; la proximidad  le desconcertaba desde ella o hacia los otros. Vivía dentro o fuera del espejo. Generalmente no sabía de qué lado estaba. Decidió hacerlo a contrapelo de la sociedad  de la que era extraña, camusiana en el sentido de lo ajeno; a salto de mata de un país a otro. Natalia suspiro al pensar en la muerte, porque era tarde y llovía,  cuando llegó la muerte. De los suyos hacia ella. Metálica en la autopista.

La fatalidad se puso de su parte cuando de un golpe, una mañana se despertó sin familia y sin recursos. La muerte de los demás, de todos ellos. Juntos y muertos. Todos. Y la desgracia lejos de aniquilarla le facilitó el vagabundeo de un país a otro, de un deseo a otro. Sus rutas se imponían solas inspiradas o provocadas por el personaje de un libro, el eco de una sinfonía o el regusto inaplazable de un un dulce en el recuerdo. Llegó a la Provenza de paso hacia otra ruta, más precisa, más al sur. Otras muy recientes en París le habían llevado hasta el 27 de la rue de Bonaparte; a la pastelería de Pierre Hermé el rey del cruasán. Había rutas como esa del cruasán, deliciosas; o como la de los sombreros alrededor del Louvre para llegar a la rue Pélican y la del Marais persiguiendo la emoción de la fotos sepias… las podía marcar u olvidarlas; pasar página. O desde fuera sentir, como si fuese algo real la casa de Tartarin de Tarascon, pensar en el baobab, casi viéndolo. O como ahora frente a la casa de Nostradamus tan anodina; sin que nada le llegase desde el interior. Ni siquiera un clamor bajito.

Y sin embargo… Se oyó decir:

 Saint-Remy es un regalo del cielo o de los papas de Aviñón. El pueblo es hermoso, de una hermosura pequeña y cotidiana donde la belleza se siente hasta en el momento de ir a comprar la leche y el pan nostradamus de cada día.

A pesar de eso Natalia pensó que la de él era la más anodina, que estaba como olvidada. Rara vez ocurre -pensó- con las leyendas hechas piedras.

Había estado lloviendo arteramente sobre ella de forma miserable al final de la mañana. Tenía la cabeza tan turbada que se refugió en un pasaje cubierto; delante de un anticuario una silla vacía la tentó y se sentó como sin querer. Se miró las manos y se asombró: su piel, antes llena de pecas, parecía blanca como las de un niño. Su reloj marcaba las seis y seguía vampirizando el tiempo. Su pensamiento comenzó a barajar mentalmente el tarot español… sota, caballo y rey (que tanto juego le daba en cualquier circunstancia).

Y pensó que el rey de bastos era el profeta Nostradamus que bien provisto de palo enterizo o cachiporra ha dado poco en el clavo. Lo oscuro frente a la luz. ¡Anatema, herejía para algunos de sus adeptos que crían totalmente lo contrario! Sus adeptos, los más acérrimos adeptos que cualquier profeta pueda imaginar confirmaban extasiados que a lo largo de la historia todas y cada una de sus profecías se han cumplido al pie de la letra.

Entre las copas rojas, alguna espada; barajando el mazo mentalmente para llamar a las cosas por su nombre. Y ¿qué cosa Paul?, después de la última llamada, rey de espadas, entre las copas rojas allá en el sur esperando; ¿qué cosa?. Por el móvil, Paul escupió algo así: Tengo poca paciencia, te espero con impaciencia, estoy,  Natalia,  siendo muy paciente, no te demores, ven. Paciente en su impaciencia, ardiendo impaciente: nos ha jorobado. ¿Pero qué se ha creído ese memo, tipejo de mierda? Paul definitivamente loco, clarísimamente rey de espadas, cretino, enfermo poseído, poseso de posesión, que cree que tiene derecho a;  ¿de qué?, mostrenco. Habría que barajar bien el mazo en siglos para que a los reyes de espadas y de cachiporra se les licúe el acero y de la leña se hagan astillas para quemar en la hoguera a tanto impresentable.

Natalia inspiró el aire renovado por la lluvia como a menta. Era mediodía y la lluvia no cesaba. Le bastaba barajar un poco para que hasta la lluvia se hiciese vaho que subía como ahora desde el suelo. Ya no le ardían los pies. Todo había dado un vuelco y las sandalias volvieron a sus pies de forma natural. Al fondo de la mochila Petrarca, René Chard, Camus y los Cortázar, y los Van Gogh (Theo, no estaba fijo, iba y venía), y Gauguin (este no se quedó, vino y se fue), Cézanne, Vasarely, y tanta gente  que había llegado, se había quedado para los restos y otros que se fueron y no volvieron y otros de ida y vuelta para siempre, en fin! Ella hacía girar las cosas con solo barajar y repartir las cartas. Se asomó bajo la cimbra. Estiró el brazo y sacó la mano. Ya casi no llovía. Hizo la foto de la fachada y apagó el móvil, por si los reyes, que ningún cretino le fuera a fastidiar su ruta jacobea de iniciación.

Le dio gusto pensarlo: sus rutas jacobeas… y mozartianas y voltairianas, y cortazarianas y vangohianas, en el sentido más sentimental. Luego venían las gastronómicas, las equiláteras, las funiculares, las disyuntivas, las copulativas… podía seguir hasta el mareo. Todas sus rutas lo eran jacobeas en su expresión andarina; naturaleza y libertad entre gente que busca lo mismo: naturaleza y movimiento sideral sabiendo que aquí, en la tierra, esto no es más que un viaje cortito que no sabemos lo que dura.

Vagabundeó un rato, un gato negro parado al lado de una fuente que reventaba verdes, con el caño preñado del que manaba un agua cristalina vio en sus pupilas -en las de Natalia- lo que se refleja en el espejo de El matrimonio Arnolfini o en cualquier espejo retrovisor, daba lo mismo que fuera la cuarta dimensión o que Van Eyck por eso mismo se inventara el cubismo. Van Eyck el inventor. Picasso supo ver con aquellos ojos que taladraban hasta las pudingas monserratinas, supo conocer lo que había detrás de los maestros. Picasso descifró los jeroglíficos, pero Van Eyck inventó el cubismo.

Tuvo un momento de paz y armonía después de todo aquello. Todo había dado otro vuelco. Lo sentía por el aire lleno de agujeros. Porque alguien había destapado el corcho en clase de metafísica ¿o era en la de todo vale gracias al consumismo extremo? Y entonces surgían los debates con las mantras en los parques. Hare Krisna. Los debates.  Alan Watts, el orientalista, con el gran mandala cogido de la mano de Theodore Roszak, por el nacimiento de una contracultura ellos reinaron hacía décadas en el campus. Y el gran Marcuse y Erich Fromm frente a Paul Goodman. De modo que gracias al descorche el pensamiento aún fluía.

Aunque cada vez menos.

Natalia le guiñó un ojo y el gato maulló asustado. Barajó y se volvieron a mezclar las cosas.

Qual  più diversa e nova… Francesco Petrarca descubriendo a Laura en Avignon; Francesco ardiendo de amor por Laura en la Fontaine de Vauclus.

Sin ojos veo y mudo voy gritando. Le dijo Petrarca a Laura . Y la Fontaine de Vauclus a un paso.

Sin ojos veo y muda voy gritando, se dijo por puro placer.

La Provenza la estaba atrapando en su belleza cromática, su amigo la esperaba en Avignon, pero solo prestaba oídos a las risas de Petrarca desde el museo de Vauclus que se unían a las de Camus, René Chard y Vasarely; y  a los Cortázar que desde Saignon olían los atardeceres de lavanda mientras Julio Silva recomponía el cosmos sobre los lienzos verdes de colinas y cipreses desde donde Vincent le mandaba recuerdos a través del cartero Serre o de los Franceschini … finalmente había decidido quedarse en el pueblo de Nostradamus, por si las profecías, le dijo a su amigo, el rey de espadas, que ya la esperaría en vano, frustrado en su no posesión.

Natalia se cruzó con ella misma, varias veces, por el entramado de las callejuelas. Se sentó después en la plaza del Ayuntamiento sin plan alguno cuando el reloj de la casa consistorial daba la una del mediodía, acuciada por el hambre se comió un rabo de toro al vino tinto en un restaurante de enfrente a cambio de fregar una montaña de platos. Cuando se iba una camarera le confirmó que el reloj del Ayuntamiento acababa de dar la una; su reloj de pulsera marcaba las cinco menos cuarto. O el tiempo se había detenido o los relojes se habían vuelto locos; su única certeza era que la luz había cambiado.

Cogió el móvil y lo lanzó como se lanza una piedra contra la superficie del agua, no rebotó, pero se estrelló junto con el rey de espadas. Buscó refugio en los soportales de una iglesia, extendió su saco y se durmió. Soñó que estaba parada frente a la casa de Nostradamus y que un reloj de sol pintado sobre la pared daba los cuartos y las medias. Paseaba después por las calles donde las flores de las casas exquisitamente dispuestas adornaban aún los peores pensamientos; todo se conjuraba para la armonía hacia la belleza. Los ojos de Natalia no se cansaban de mirar; llegó a creer que hasta dormida los tenía abiertos. Y se alternaban los relojes de sol mudos o no con mecanismos suizos de impecable precisión y sonido.

Era un sueño que se repetía solo los martes y del que salía con una sensación de paz ultraterrena. Tras el sueño, el día transcurría tostado al sol. Y cuando el sol calentaba que daba gusto se remojaba en cualquier parte y sin pedir permiso, que el agua inunda la Provenza y se desborda. Se cala así misma. Y nada puede detenerla ni los tejados ni los muros; y lo mismo se llama riachuelo, balsa o alberca y todas son benditas desde aquello del Jordán. Y ella pensaba que cuando llueve es que se desbordan las albercas del cielo.

Natalia se dio cuenta de que ella era realmente la que vampirizaba el tiempo. De hecho el proceso se manifestaba con una sensación de vacío en el estómago, seguida de una necesidad perentoria de engullir; se dio cuenta porque no sentía necesidad de comer pero sí de devorar horas, minutos y segundos; que a partir de ahí se acortaba la mañana o la tarde a velocidad de crucero. Una mañana, en su recorrer sin rumbo por Saint-Remy, llegó a una callejuela angosta y se encontró con la casa señorial del Marqués de Sade. Era adusta, sobria, nada pretenciosa; sin duda nada anodina y sintió con gran fuerza que el espíritu  del marqués estaba en ella y pensó que la casa se correspondía aun sueño que era mejor no traspasar ni descifrar.

Pasaron los días y Natalia se instaló en una casita medio derruida en las afueras rodeada por unos pocos metros  de terreno llenos de maleza que le hacia cosquillas en los tobillos, en los muslos y en la cara que cada vez tenía más y más tersos. En la maleza se escondían los gatos a la hora de la siesta; allí fabricó un horno de barro y en un cobertizo que le hacía las veces de estudio fue almacenando las pellas más bellas de la región. Trabajó noche y día durante dos meses. Pensó que se moría por la calentura,  una fiebre altisima la poseía de forma intermitente. Trabajó duro para seguir sufragando las rutas que le susurraban vidas ajenas o vidas anteriores. Y para que el tiempo le cundiese tenía que levantarse casi al alba porque seguía vampirizándolo. Y era como tener previstas más vidas que cien mil gatos juntos o que un ejército de gatos sin poder predecir ni siquiera el futuro más cercano.

Natalia se mantenía frugalmente no sin aprovechar lo que el sistema desechaba que era sobrecogedor y deleznable, ese exceso que tanta repulsión le provocaba. De los huertos se proveía de frutas y verduras y era raposa por las noches hurgando en los gallineros vecinos. En los corrales las gallinas le cantaban bajito a modo de saludo. Solo algún gallo levantaba la roja cresta amenazante; eran brabucones como los machos que eran. Las noches estaban ciegas o encendidas por la luna; y las ventanas, salpicadas de lavandas para evitar la entrada de escorpiones, se olían más que se veían.

A medida que el cobertizo se iba llenando de piezas iba pagando a sus vecinos con la misma nocturnidad: aquí una fuente o una especie de lebrillo, acá un botijo de factura moderna y de corazón ancestral…

Durante ese tiempo siguió soñando relojes suizos, dalinianos, de sol, de arena, de péndola… Unos daban las horas, con sus minutos y sus seguntos; otros mudos y resabiados no daban ni los buenos días, ni las buenas noches. Esos relojes contaban un tiempo acotado entre uno y otro acontecimiento que había sucedido o estaba por suceder; y en esos uno podía sentir el ritmo de la guillotina en la Place de la Concorde o bien el tiempo de desove de los esturiones en un río lejano.

Llegó a tener el tiempo entre ceja y ceja, que era lo mismo que llevar un signo de interrogación de frente, en todo lo alto de la cabeza; los miércoles se le acentuaba el efecto facial aunque continuaba con la paz ultraterrena que experimentaba al despertar y le duraba lo que un buen perfume en el cuello o detrás de las orejas. Nada, lo que se dice nada o prácticamente.  El final del verano la encontró más bella que nunca, como si el tiempo para ella corriese hacia atrás.

Y mientras, seguía teniendo el tiempo entre ceja y ceja; y ese signo de interrogación en la frente que era lo mismo que… etc, etcétera, et caetera y etc, por capicúa. Tenía ya la confirmación de que vampirizaba el tiempo sin remedio. Que era algo que pasaba porque sí. Algo tremendo que no controlaba. Se daba atracones, de segundos, de cuartos durmiendo. La novedad es que desde hacía algún tiempo soñaba lo mismo todas las noches. Pero llegó un día en que los vecinos y el mismo cartero Serre o los Franceschini que estaban dejando la casa de los Cortázar de dulce de leche o de caramelo se extrañaron: si la piba seguía así dentro de nada haría la comunión.

Natalia seguía trabajando en condiciones penosas en su casita medio derruida de las afueras. Trenzando cañas se había hecho una especie de cobetizo con el que protegía del sol las arcillas que iba recogiendo de los pueblos colindantes. En Saint-Remy ya se decía que cultivaba el barro como se cultiva un huerto. Con la misma pasión que los pintores reflejaban el colorido sorprendente en la Provenza en sus lienzos, ella seguí la pista de las tierras rojas, ocres, amarillas…De tarde en tarde algún paisano le traía información sobre un tono en aquel sitio o lugar que ella desconocía; algunos le traían un puñado a modo de muestra de Rousillon, el pueblo rojo. Ella mimaba sus arcillas con la misma pasión que devoraba las horas.

Hasta que un día se dió cuenta con espanto de que ya el tiempo no corría a su favor: estaba entrando en la adolescencia y de un día a otro iba a tener la regla por primera vez. Entonces maldijo al tiempo que marchaba a su aire. Y se preguntó por el libre albedrío de eso que aterrizaba a su antojo.

Ese día se cruzó con el cartero Serre cuando iba a por el pan y la leche, y le sedujo la idea de tantearle: ¿Se habría dado cuenta de algo, de parte del cambio que se había operado en ella? Iba bajando la cuesta cuando se topó de frente con él y no tuvo valor. A toro pasado le dio mucho coraje su falta de arranque. Llegó a pensar que se había convertido en una adolescente llena de temores y por ello indecisa, nada resolutiva. Por la mañana cuando se lavó los dientes frente al espejo dos granos en ambas mejillas le destrozaron el día. Tomó, tras ello, la decisión pertinente: iría a casa de los Cortázar en Saignon.

Saignon en la colina a pocos kilómetros de Arles; y que sonaba a plegaria, a algo así como: ¡Señor, Señor!. Cuando llegó, los Franceschini estaban laburando con una belleza y precisión insospechadas. El maestro tomaba ron, tras la ducha, oliendo a lavanda y siendo objeto de las lilas que en los lienzos de Julio Silva iban de acá para allá; toda la Provenza se conmovía igual que todos los cortazarianos de la tierra. Y ella, más cortazariana que nadie se atrevió a cruzar el límite, a llamar, pero al mismo tiempo se sintió tan miserable por invadir la intimidad… que solo supo decir: Me come el tiempo, au secours, estoy perdida, no puedo más… el tiempo me come.

Se desmayó y creyó morir de vergüenza cuando despertó. Todos los de la casa estaban alrededor de ella que gemía como si la cosa del tiempo le doliera desde dentro, como si algo la royera; y no queriendo llorar lloraba quedo para no ofender.

Y Julio, al que después de este morirse Natalia era capaz de tutear, le ha hablado y le ha dicho: Eres una fama que hay que reconducir en cronopio feliz y despreocupado. ¿Yo una fama? No, nunca, gritó. Y tras oírse decir esto se volvió a desmayar. La llevaron a una habitación de invitados y pasó la noche de blanco satén. Al despertarse un sol amarillo Nápoles le acarició la cara, se palpó las mejillas que, ahora tersas, sin rastro de acné juvenil, le recordaron otros tiempos no muy lejanos. No se acordaba de nada, como si la noche anterior no hubiese vampirizado horas ni medias ni  cuartos. Al mirarse en el espejo del baño le pareció tener la cara del otoño pasado y suspiró entre aliviada y desconcertada. ¡Si fuera verdad…!

Toda la casa olía a lavanda y a tomillo; y bajando las escaleras, a espliego; y en el comedor, a hierbabuena. Sus buenos y generosos anfitriones le regalaron un desayuno de príncipes que nunca olvidaría. No querían dejarla marchar,  pero ella insistió en que debía trabajar los días a conciencia para arrinconar las noches. Natalia era muy voluntariosa y se había propuesto dar la batalla. Cuando el sol comenzaba a hacerse presente con más fuerza, se despidió de ellos con el corazón agradecido y llevando una esperanza consigo y un cronopio en la mirada. En la linde el maestro le dijo: Hay que batir el cobre -eso lo decía siempre Vincent-, y ya lo estás haciendo, hoy ya tienes más cara de cronopio que de fama. El remedio está en… en esto pasó un avión, te propongo que vayas los martes por las mañanas… el avión iba se vuelta… Ya me dirás. Espero que vengas a comer los domingos hasta que…, ahora sin avión tampoco oyó nada. Tras los puntos suspensivos que tanto le gustaban al maestro, él añadió: Siendo cronopio la vida merece más la pena; si no también, pero es infinitamente más aburrida.

Desde la visita a los Cortázar se sentía otra, no es que su problema con el tiempo estuviera resuelto, no, pero de tanto en cuanto ocurría algo diferente. A veces como si alguien hubiera cogido la rueda entre los dedos para dar movimiento y sentido a ese gesto, por otra parte mecánico, pasaba que se le atrasaba o se le adelantaba la cara y por ende el cuerpo o bien la cara se le adelantaba con el cuerpo atrasado o al revés. Como en todo proceso nuevo, delirante y asombroso, Natalia sentía más curiosidad que temor. Así pasó la semana de sobresalto en sobresalto, de sorpresa en sorpresa. Y como la sucesión de los días era normal -menos mal- llegó el domingo y se dirigió a lo de ellos. Silva, el otro Julio según las palabras del maestro, pinta que te pinta; el cartero Serre, que llevaba desde siempre llamando a los Cortázar Cortasan, repartiendo el correo; y los Franceschini laburando con una eficacia maestra. Todo se desarrollaba como debía. Y eso tranquilizó a Natalia sobremanera, ella que necesitaba de certezas, de solícita ayuda, de asistencia desinteresada deauxilio en todaregla. No más traspasar las hierbas provenzales, llegando al comedor dijo: Se me atrasa la cara y se me adelanta el cuerpo o al revés: Tengo -mucho me temo- un desarreglo en la cuerda del reloj de aquí dentro o de fuera que no alcanzo a saber de dónde viene esto.

Nada más decirlo se desmayó como comenzaba a ser ya costumbre y la volvieron a acostar en el dormitorio de invitados. Durmió dos días seguidos de modo que el martes -día fatídico en que comenzó el tiempo a hacer de las suyas- la encontró en lo de ellos. Y esta vez no consintieron en que se fuera; ese día lo iban a pasar juntos.

Pasearon por el monte. El día era por otra parte claro y luminoso, los pájaros cantaban (había de todo: gorriones, abubillas, cantoresmiserere, cantoresdehispalis, mirlos, mindangostangos y una especie de chorlitejos flauta que no daban ni el pío), el sol lucía fresco y la luna no acababa de acostarse de modo que todo se desarrollaba liso y sin nostalgias. En el fraseo peripatético por les Alpilles plantaron las mantas sobre la hierba fresca dando buena cuenta de la comida campestre y al natural. La hora de la siesta pronosticaba sueño lo que no era conveniente para la enferma, por lo que aprovecharon para jugar al continental, en total dos partidas que prolongaron hasta media tarde para pillar el ocaso entrando por la linde de la finca. La cosa ahora consistía en un resopó cortito y cada cual a la cama de cada cual que los sueños tienen propietarios y no vale confundirlos.

¡Ah, y llegó el miércoles! Y el muy putero llegó como si tal. ¡Lo que son las cosas! decía el cartero que hablaba de oído; nadie le hizo caso; todos esperaban un veredicto, una fórmula mágica o una sanación espontánea a lo bíblico o a lo glíglico. El caso es que había una expectación enorme en la cocina provenzal que sobre todas las cosas olía a pan integral con tomate y a ajo, a limonada, a jugo de oro de las olivas. De semejante formulación nada malo podía sobrevenir o eso pensaban todos alrededor de la mesa esperando que Natalia hiciese su aparición. Ella llegó con la sonrisa del cronopio, con un regusto a fama y con la esperanza puesta por montera.; del entrecejo nada y tampoco signos de pubertad

El maestro la observaba con extremacuriosidad, para poder extremosanar en el mínimo tiempo posible. El tiempo era lo que era y habría que zurcirlo con talangas y mistones de forma que el hilo, a ser posible de seda natural, no dejara sajerdos ni pirondagas en las costuras de por sí difíciles de rematar; había que tener la precisión de un relojero suizo, que son los verdaderos maestros del nirvana; había que nirvanear la cosa en la pobre muchacha vagabunda de esotéricas cualidades. Y en esto que el maestro visionó las ocurrencias del tiempo de una manera imprevista y dijo en voz alta: Hay que provocar el regurgitar de modo espontáneo: Nos vamos de excursión.

Y se fueron todos a Saint-Remy y llegando a casa de Nostradamus volvieron a desandar lo andado marchando al revés. A medida que desandaban, Natalia se encontró de nuevo parada frente a esa fachada anodina pegada a ese pensamiento que formuló en voz alta el mismo día que llegó: La casa parece como olvidada y él, rey de bastos, profeta del apocalipsis no ha dado pie con bola con tanta imprecisión, tanto pronunciamiento críptico que cualquiera puede interpretar de mil maneras diferentes marchando hacia adelante o hacia atrás, de costado o de perfil como los egipcios, caldeos o babilonios. Y en ese preciso instante regurgitó las cosas más innombrables; los arcanos más antiguos con aire oficial y servil rehusaron el contacto con la luz del día, serena, circundada por un sol radiante. Y fue un milagro atmosférico: desde los nimbos surgían estallidos de colores estragados, los rayos poseían la rigidez de la muerte y desde lo más alto se condensaban gotas de bergamota que caían en racimos congelados. Como es natural el pueblo se lanzo a la calle asustado pensando que el apocalipsis había llegado. Solo ellos se dieron cuenta de que el sortilegio se había roto por fin.

19 comentarios

19 pensamientos en “Mis escritos: Cuentos

  1. Gracias, Bárbara, por comenzar a publicar tus escritos. Los seguiré disfrutando, porque merecen la pena.

  2. Me ha gustado mucho. Siempre me han encantado las descripciones que haces en tus introducciones de temas y el comienzo de este cuento no es una excepción. Seguro que la continuación será incluso mejor.

  3. Como te dije, la continuación del cuento es todavía mejor que lo que ya conocíamos. La introspección del personaje me recuerda a Raskolnikov en «Crimen y Castigo» de Dostoievski.

  4. De nuevo me ha encantado el cuento. La verdad es que uno siente una especie de vértigo no sabiendo con seguridad si lo escrito por Ricardo Lambea está pasando en la realidad o no. Yo también pienso releerlo.

  5. Impresionante retrato de la degradación humana y angustiosa la desasosegante descripción del viejo piso y de la rutina diaria. Ah, la intervención del loro es genial:-) ¿quién le habría enseñado?

  6. La pérdida del respeto y la soledad compartida… que es la peor de las soledades. A saber dónde aprendió el loro…
    Muchas gracias, Joaquín, por el comentario y por leerme.
    Un abrazo.

  7. Leerte es un placer para mí y darte mi opinión es lo menos que puedo hacer para agradecer que compartas con nosotros tus obras.
    Tienes razón: la soledad compartida es la peor de las soledades.

  8. Otro estupendo cuento, Bárbara. Tendré que releerlo. Centrado en la introspección de los personajes, creo que es necesario, de vez en cuando, dar un paso atrás, para recuperar la perspectiva 🙂

    • Sé que este, que es el que más me gusta, también es el´más complicado porque quería ceñirme al tema del tiempo (tema recurrente y muy querido en Cortázar) y en lo fantástico; haciendo un hueco a lo esotérico, el tarot y los personajes que han tenido en la Provenza un lugar importante.. Pero el sujeto del cuento es la joven y sus elucubraciones, pensamientos, en cursiva.
      Muchas gracias, mil, por seguir mi aventura literaria.

  9. Sé que lo has advertido, sé que debería haber empezado por el final que realmente es el principio, pero soy una desobediente, qué le voy a hacer 🙂
    He leído la parte dedicada a Ricardo Lambea y vaya si me ha gustado. Me encanta, algo que ya he percibido en otros de tus escritos, tu forma de narrar que acompaña como si fuera un viaje narrativo dentro del viaje del exmercenario, por no hablar de los toques de humor del final referentes al Sacromonte, que inevitablemente me han traído a la memoria el diario de la joven Nancy de La tesis de Nancy.
    Seguiré leyéndote y, la próxima vez prometo empezar por el último, porque ya se sabe que el último, siempre es el primero 🙂
    Un abrazo enorme.

    • ¡ Viva la desobediencia! !Los puedes leer por el orden que quieras, faltaría más! El último es un poco más críptico, por aquello de Nostradamus.
      .Querida Chelo. gracias, gracias mil. Primero, por que me has hecho el regalo de leerme; segundo, por el comentario tan bonito que me has hecho. Me encanta el humor, pero solo los grandes autores tienen esa capacidad; los actores dicen que es más difícil hacer la comedia que el drama, pienso que sí, pero en cualquier caso se trata de saber escribir. Y, yo lo intento porque adoro hacerlo tanto como pintar. En fin, en eso estoy. Me hará muy feliz saber que me lees, tú que amas la literatura, que escribes tan bien.
      Otro abrazo enorme.

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