La luz que se filtra por entre las hojas, que incide en ellas, cuando sobre la superficie se posan como barquitas a la deriva, mientras al mediodía se precipitan las horas hacia la tarde, inexorablemente.
Nuevos reflejos de troncos de árboles que se sumergen en el agua sin ánimo de competir, solo de ser, habitar el agua; en el agua «son» de otra manera, más libres quizás, como sin ataduras en la tierra… En el agua son como pájaros estremecidos o como el vuelo rápido que, de tan rápido, queda congelado en la retina.
Foto: Bárbara.
La piedra, el agua, la vegetación, los árboles, nos proporcionan un sinfín de sensaciones de vida; y una belleza en la que el hombre no participa -menos mal- más que contemplando, sintiendo eso que llamamos naturaleza, fijando sensaciones e imágenes en la memoria para el recuerdo.
Sé que me estoy poniendo muy pesada con el otoño y no lo puedo evitar; los amigos que viven en otras latitudes, Suecia, Dinamarca, Noruega…, con una naturaleza espléndida, que disfrutan de bosques, de lagos, lagunas, de espacios verdes donde la abundancia de agua hace brotar la vida en cualquier rincón, igual no entienden que los que vivimos en el sureste de este país, donde el desierto va ganando terreno desde hace décadas por la falta de agua, de lluvias que no llegan por culpa del cambio climático y de otros factores medioambientales… amén de políticas poco previsoras. En fin, lo que quiero decir es que, cuando el otoño se reduce a unos pocos días y una se encuentra en el noroeste de nuestra región, un lugar donde la caída de las hojas es así y se comportan como si esta estación durara lo que debe durar… no puedo dejar de extasiarme ante un río que nace y comienza a andar con una belleza de otras latitudes. ¡Pero que es de aquí y me sorprende como un milagro!