Al cabo de tres semanas, por fin, le iban a quitar las vendas; ni que decir tiene que estaba algo nerviosa. El médico, un hombre de mediana edad, jovial y muy simpático, las fue quitando con estudiada parsimonia y, a medida que lo hacía, contaba chascarrillos que a Marta no le hacían ni pizca de gracia ni venían a cuento. Estaba expectante e ilusionada, era la quinta operación de cirugía estética que se hacía en el rostro; acababa de cumplir los cincuenta y le habían prometido un cambio que iba a transformar su vida. La habitación estaba en penumbra, hacía mucho calor a pesar del aire acondicionado o era quizá su cuerpo el que sudaba por la angustia de lo desconocido. Una mezcla de sensaciones encontradas, miedo, ilusión, esperanza la estaban torturando, haciendo que la espera se le hiciera agónica. Contuvo la respiración, todos en la habitación callaron y ese silencio se le hizo insoportable. Exigió, más que pidió, un espejo. Y lo que el espejo le devolvió fue el rostro de su madre con diez años menos, pero con todas las arrugas con las que murió a los ochenta y ocho años.