La bandada de mirlos le hizo levantar la cabeza. ¡Los muy ladinos siempre dejaban sus cagadas por el suelo y ahora encima de los cojines de los sillones del jardín! Estaba harta. Un día de estos cogería la escopeta de perdigones y ya verían lo que es bueno. La olla a presión silbaba la monserga de siempre y también estaba hasta el moño de ese aparato que Silvestre le trajo un día como quien regala un abrigo de visón; y es que lo estaba viendo venir, como aquel día, tan ufano, con aquella caja enorme que dejó encima de la mesa de la cocina y, claro, me temí lo peor. Nadie deja un regalo que valga la pena encima de… en fin, se me hace mala sangre y la olla pita que te pita. No si un día de estos la tiraré a la basura, pero no quiero ni pensar la pelotera que me iba a montar. Después de treinta años y me regala ese adefesio que me da cada susto… El otro día sin ir más lejos estuvo a punto de explotar, pero nada, esos aparatos infernales son más duros que los chuscos de pan de la posguerra. Total, que mientras barro los excrementos que los mirlos han dejado en el jardín con la escoba vietnamita, su último regalo, exótico eso sí, decido que me voy a ir a casa de la vecina de palique un rato y que le den morcilla a la olla a presión.