Despegados, así lo dijo él. Se lo dijo por la mañana, mientras ella de espaldas preparaba el desayuno de los niños. Una greña del pelo le caía sobre la cara y el sudor de la frente le entraba en los ojos. Recordó que aquel día la radio había anunciado los cuarenta grados, mientras él le reprochaba su ausencia, su desgana, su despego. Oyó las gritos de los niños que, desde el jardín, jugaban y se perseguían alrededor de la charca. Julián, el niño del vecino, saltaba sobre el agua sucia. Andrea entró, hecha un mar de lágrimas, porque Antonio la había empujado sobre la gravilla y le sangraba la rodilla; la sentó en la mesa, le sonó la nariz y le curó la herida mientras las gotas saladas le escocían los ojos; se restregó la cara con el dorso de la manga mientras oyó el portazo de la puerta. ¡Vete a la mierda!, pensó llena de rencor. Sentada ya en la oscuridad del patio, buscando algo de frescor, pensó también en que nadie la había avisado, en que nadie le había dicho que ese era el futuro que le esperaba. Los niños dormían, oyó a los grillos y sintió que el calor pegajoso no daba tregua alguna. Sabía que no podría dormir y supo que aquel portazo iba a ser definitivo, que él no volvería y se sintió tan aliviada que comenzó a cantar bajito una nana como acunándose a sí misma.
Me gusta mucho lo de acunándose a sí misma.
Alberto Mrteh (El zoco del escriba)
Muchísimas gracias, estimado Alberto. Creo que ese acunarse a si misma es una imagen que resume bien ese sentimiento de soledad y el consuelo que ella busca como el que que se les procura a los niños cuando se les mece.
Un abrazo.