Dormir, ese ejercicio.

A mamá le molestaban los brazos en la cama, no sabía qué hacer con ellos. Por su parte, Fefa, la mayor, se pasaba gimiendo y llorando todas las santas noches; la mucama decía que era porque había perdido un novio en la guerra de Cuba. Que recuerde, yo dormía como una bendita. En cuanto a la pequeña, no podía hacerlo sin su silla, de modo que cuando le daba el beso de buenas noches a mamá cogía su silla y se la llevaba al dormitorio y allí la colocaba junto a la almohada y, como dormía de medio lado, sacaba los brazos del embozo y los colocaba sobre la silla. Llegue a pensar que en mi familia el hecho de dormir era un ejercicio muy raro. La mucama, oriunda de Tetuán, tiznada de piel pero lista como un camello, opinó un día, limpiando las lentejas en la cocina, que «a la señora madre había que hacerla dormir con la pequeña, que se acostara de medio lado y que pasara su brazo por delante del pecho, y el otro lo dejara quieto sobre el colchón y que la niña, colocara los brazos sobre su señora madre y así se dejara de pamplinas, y la silla en el comedor». Finalmente, mirando por la ventana, sentenció: «A Fefa habría que buscarle un novio, peninsular o no, que había visto uno de Castillitos que tenía una tienda de alfombras que era bien plantao». La madre zanjó la cuestión con una mirada gélida que la mucama entendió al tiempo que musitaba algo en berebere. Afuera Ceuta era una perla envuelta en un mar azul.

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