El setter del abuelo.

Llegó con la lengua fuera, había subido la cuesta de la calle Caballeros a toda prisa. Entró en el portón sin resuello y esperó. Pasó un tiempo, la puerta de la casa estaba cerrada. Las patas le flaqueaban y se tumbó. Esperó, pero su dueño no llegaba. Se tumbó, la baba le llegaba hasta el suelo. La sirena desde el campanario le avisó del mediodía. Respiraba fatigosamente y tímidamente golpeó la puerta. Se paró a escuchar ahora el silencio. Gimió. Al rato unas voces se acercaban y reconoció a su dueño. porque movió la cola repetidamente. «Ahí está el bribón», dijo él con voz grave. Carraspeó. Su amo carraspeaba cuando el enojo hinchaba la vena de su cuello, pensó el perro. Sus ojos de setter de caza, desde abajo, le miraban con ansiedad; volvió a gemir. El cazador solo dijo, «Vaya un perro de caza, al primer disparo, sale huyendo en dirección contraria». Pero abrió la puerta y… «venga, pasa, perro tonto». El setter le miró agradecido, le lamió la mano para subir a continuación las escaleras a la carrera y adentrarse en el hall que estaba en penumbra. Thais, se metió detrás de una cortina. Ese día ni comió ni bebió, avergonzado.

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