Lobo olisqueó la primavera; su sensible olfato de radar rastreaba kilómetros y kilómetros a la redonda con solo levantar la cabeza. Al salir de la lobera, sorteaba en su carrera los charcos que la lluvia de la noche anterior habían formado aquí y allá. Gotas de rocío brillaban como luceros de la mañana y sintió las que se estiraban desde las hojas de los robles hasta caer sobre su lomo como lágrimas matutinas. Se desperezó arqueando su cuerpo al tiempo que su estómago vacío le mandó un aviso urgente; sus patas traseras, como flechas en un arco tensado al máximo, le lanzó sobre las rocas de aquel risco desde donde divisaba todo el valle. Había comenzado la caza.