La memoria.

Había salido temprano o eso pensó, porque, cuando cogió las llaves y cerró la puerta, la oscuridad más absoluta la envolvió. Retrocedió y miró asombrada; una Luna menguante allá arriba no le dio ninguna pista, pero algo no iba bien. Pensó si no sería demasiado temprano y avanzó, no obstante, unos pasos. Y anduvo por la noche, a pasitos cortos como un pajarito, como un chorlitejo chico. Marieta iba agarrando el misal y el bolso negro de charol; su pelo blanco con tonos de luna iluminaron la esquina cuando la dobló. Cerca ya del mercado, cerrado a cal y canto, fue cuando cayó en la cuenta de que había salido de noche. Se paró frente a las arcadas de azulejos verdes y blancos, y se sentó en un banco. El frío hizo el resto; toda la humedad del relente, la sintió a través de la combinación de encaje negro; las flacas, delgadas nalgas se le estaban helando. Y pensó entonces, sí, que las campanas ahora mudas de la iglesia tardarían en sonar. Se palpó la falda, ¡iba en combinación! Lejos de sentirse abrumada, pensó que la memoria se le iba deshaciendo como un azucarillo y sonrió a la noche y a la Luna. Al rato volvió a su casa andando como un chorlitejo chico, con pasitos cortos y saltarines. Acababa de cumplir los noventa.

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