Se la regaló.

Se había prejubilado. Hacía tiempo que le rondaba por la cabeza porque estaba harta, muy harta de este trabajo de mierda; si es que a este, no remunerado, se le podía llamar trabajo. No tenía horario fijo ni vacaciones ni compensación alguna. Tuvo que tomar muchas decisiones drásticas, romper con todos y con todo, pero no se arrepentía; algunas dolorosas, pero no se amedrentó. Estaba decidida. Y lo hizo. Por las mañanas, cuando iba a hacer los recados, siempre con la hora pegada al culo, se detenía, sin poder remediarlo, ante aquella luna y la miraba. La contemplaba con embeleso. Por fin aquel martes y trece entró decidida. Les dio su dirección y se marchó con el corazón bombeando que daba gusto. Aquella misma tarde se la llevaron y la instaló debajo de la higuera. Se sentó y suspiró. Y pudo contemplar los higos verdales desde abajo y así estuvo hasta la hora de cenar, mece que te mece. Se había quitado hasta el reloj. Y supo que era tarde porque la Luna creciente se había instalado en el jardín y porque oyó que alguien preparaba la comida. Suspiró y se balanceó despacio en aquella mecedora con rejillas. La Luna la miraba con envidia. A partir de ahora, huelga de brazos caídos definitiva y para siempre. Ni fregar ni guisar ni limpiar mocos ni culos… Se había prejubilado y con aquella mecedora se entronizaba en su nuevo reino. ¡Ahora sí que era la reina de su hogar!

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