El viento

La noticia corrió como el rayo. Simón se había tirado por el acantilado; decían que estaba loco, otros que era idiota. Solo Margalida, la del puesto del mercado, la vieja desdentada, la pescadera, sabía porqué lo había hecho y lo decía a todo el que quería escucharlo: «La Tramontana empezó a soplar al amanecer y el Simón se dejó ir; babeaba como de costumbre y pasó corriendo por delante del puesto; yo lo vi, lo vi mientras colocaba el pescado sobre las bateas, encima de las hojas de parra y el hielo. Simón, el idiota, reía mientras corría y daba saltos de contento. El viento le hinchaba la camisa y lo empujaba hacia el mar. Él se dejaba ir. Yo lo vi. El rugido del viento apagaba su voz, pero pude oír que llamaba al viento por su nombre: «Es la Tramontana, es la Tramontana», decía como si fuera un amigo que viene de lejos». Margalida, después callaba, suspiraba y al rato sentenciaba: «Son cosas de ese viento nuestro, que todos los años se cobra alguna pieza». Después escupía en el suelo con resignación.

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