Acabamos de estar en París. París, oh là là, bien merece una misa -incluso para los republicanos-, y el susto de un viaje en avión entre turbulencias y aterrizajes de infarto. Tres días escasos e intensos; allí los momentos se escapan entre los dedos o se eternizan, según si estamos permeables, con todos los sentidos alerta para captar el otro lado de las cosas. Teníamos una cita con el Maestro en Montparnasse. Llegamos por el Boulevard Edgar-Quinet y entramos por la puerta principal; iba tranquila, acompañada del mejor guía que conozco; él, con el mapa en la mano, iba seguro entre el laberinto de tumbas. Yo, un poco rezagada, mientras subía por el paseo, veía a lo lejos cómo el Ángel del Sueño Eterno de la rotonda se iba agrandando, impasible en su pedestal o, por efecto, pensaba, del sol, se empequeñecía y era un traveling a su capricho. Mentalmente le retaba: esta vez no se iba a reír de mí, «¡me cachendió!», como diría el Maestro. ¡Esta vez la iba a encontrar, él me acompañaba! A la altura de l’Allée Lenoir estaba la tumba 23 , ¡por fin!, acompañada por la de Gaston Maspero, profesor en el Colegio de Francia y de la de Cesar Baldaccini, escultor; estaba pues bien acompañado. El acceso a su parcela terrenal estaba cercada: interdit, passage interdit, pensé acostumbrada como estoy a pensar en francés cada vez que piso los empedrados, los adoquines. ¡Ah, no!, nada ni nadie nos lo iba a impedir. Salvamos el obstáculo yendo por detrás de las cintas que agarraban árboles sin ningún sentido. La lápida está dividida en dos cuadrados blancos; en el de arriba, el nombre de su segunda mujer, Carole -es todo un caballero-, y en el de abajo su nombre, y las dos fechas en las que se encierra una vida. Sobre la tumba, un sin fin de billetes de metro, flores secas, notas, cigarrillos y escritos de admiración en rotulador azul y rojo -el dibujo- directamente sobre el mármol para que la tinta penetre de corazón a corazón. Sobre la tumba una escultura divertida, como no podía ser menos, que para mí es la representación y la esencia del cronopio, teniendo en cuenta la descripción que hace de ellos y de cómo se le aparecieron por primera vez en el entreacto de un concierto de obras de Stravinski dirigido por él mismo y en el cual Jean Cocteau recitaba «Edipo Rey». Fue en el año 51 y acababa de llegar a Francia. Había entrado en «état second», como dicen los franceses. Al fondo la torre de Montparnasse, como guardiana del descanso de quien no descansó en su hacer, en sus compromisos políticos, de amistad. Un rato conversando con él nos hizo más fácil el hasta siempre. Le dejamos una rosa roja fresca con dos notas y dos piedras, una blanca y otra redonda con un agujero en el centro a modo de cenicero; antes de volver sobre nuestros pasos compartimos unos cigarillos con él mientras un cuervo iba de una rivera a otra de l’Allée Principal. Y ¡me cachendió!, al Maestro lo han colocado en la rive droite!

El «mejor guía que conoces» iba desesperanzado ya cuando vio, entre aquel mar de lápidas, una llena de piedras, papeles… y, sin pensarlo un segundo, se volvió hacia ti y señaló en el aire, sonriendo, con el índice de la mano derecha: «¡Allí!».
Y compartimos Maestro, sentires, ironías y palabras.
¡Y teníamos tantas ganas de encontrarla! Y no te dejé que siguieras persiguiendo al cuervo que transitaba de la rive guche a la droite. ¡Mañana mágica!
Cada vez me gusta más la fotografía. Piedra, mar, flores, papel, tinta… Los mejores reunidos para homenajearle.
Se ve que todos los que dejaron su mensaje de admiración eran también conocedores del hombre y del artista y además cariñosos.